El líder británico Winston Churchill (1874-1965) tenía 40 años cuando cogió con fervor y entusiasmo un pincel y no lo soltó hasta su muerte. Era 1915, acababa de renunciar al cargo de Primer Lord del Almirantazgo del Reino Unido y estaba muy deprimido hasta que, un día de ese año, llegó a la conclusión de que un hombre público como él debería tener otros campos de interés. “La carpintería, la química, la encuadernación de libros, incluso la albañilería —si a uno le interesan y está dotado para ellas— pueden aliviar una mente sobrecargada. Pero el mejor de los trabajos manuales y el más asequible son el dibujo y la pintura en todas sus formas”.
El hombre que encabezó la lucha de “sangre, sudor y lágrimas” contra los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, lo cuenta en un libro-ensayo publicado ahora en español llamado La pintura como pasatiempo (ediciones Elba). El político y militar titubeó bastante antes de entregarse a los pinceles. Una vez vio la determinación con la que la esposa de uno de sus amigos, el pintor John Lavery, se enfrentaba al lienzo y entonces él acabó por animarse. Vio en la tela blanca un ente “absolutamente acobardado” y empezó a dar sus primeros trazos. “El lienzo sonreía con una mueca indefensa. Se había roto el hechizo. Las inhibiciones enfermizas se desvanecieron. Agarré el pincel más grande con fuerza y me lancé sobre mi víctima con una furia enloquecida. Desde entonces nunca más he vuelto a sentirme intimidado por un lienzo”.
Churchill no es el único jefe de Estado que a lo largo de la historia se ha interesado por la pintura. Adolf Hitler quiso ser un profesional, pero en su juventud fue rechazado en la Academia de Viena y… acabó como acabó. En los últimos años, George W. Bush se hizo pintor después de dejar la presidencia de Estados Unidos y hasta montó una exposición con sus retratos de distintos mandatarios del mundo. Pero el célebre británico, quien además ganó el Premio Nobel de Literatura en 1953, sí se lo tomó muy en serio. “La pintura como pasatiempo no puede ser más completa”, arguyó. “No sé de otra cosa que, sin agotar al cuerpo, pueda absorber más la mente. Sean cuales sean las preocupaciones del momento o las amenazas del futuro, una vez el cuadro ha empezado a fluir, deja de haber espacio para ellas en la pantalla mental”.
Por eso se entregó a los pinceles dispuesto a “sumergirse de pronto en una nueva y fascinante forma de interés y de acción con pinturas, paletas y lienzos, sin sentirse descorazonado por los resultados”. Como gran estratega militar, Churchill comparó a la pintura con la guerra: “Uno empieza a ver, por ejemplo, que pintar un cuadro es como librar una batalla; y que el intento de pintar un cuadro se parece al intento de librar una batalla. Y que es, en sí mismo, más emocionante que ganarla. Pero el principio es el mismo”. Incluso dijo que observar es similar a cuando un comandante traza un plan. Y para ello “es necesario hacer un reconocimiento minucioso del terreno en el que va a librarse la batalla. Sus campos, sus montañas, sus ríos y sus puentes, sus flores y su ambiente: todos ellos requieren y recompensan una atenta observación desde un punto de vista particular. Es asombroso ver la cantidad de cosas que hay en un paisaje, y en cada uno de sus elementos, en los que nunca nos habíamos fijado”.
El hombre que también fue orador, historiador y corresponsal de guerra del The Morning Post decía que pintar es algo bueno para la memoria. “La historia muestra claramente lo importante que es para el artista tener una memoria precisa, bien entrenada y retentiva; y al mismo tiempo, lo útil que puede resultar el ejercicio de pintar para desarrollar una memoria precisa retentiva”. Ya encarrerado con sus instrumentos artísticos sostenía: “Es una maravilla ver la facilidad y la certeza con la que el verdadero artista es capaz de producir cualquier efecto de luz y sombra, de distancia y cercanía, simplemente expresando con justicia la relación entre los distintos planos y superficies con los que trata”.
Churchill sabía, no obstante, que para hacer un cuadro de cierto nivel había que estudiar las obras de los grandes maestros. Por eso, en sus múltiples viajes, recorría las grandes galerías europeas. Un otoño llegó a la Costa Azul de Francia, entre Marsella y Toulon, y conoció a dos discípulos de Cézanne. Le dijeron que ellos percibían a la naturaleza “como una masa de luces centellantes en la que las formas y las superficies son comparativamente poco importantes”. A partir de entonces, era eso lo que buscaba en cada viaje que hacía (“la pintura también motiva a viajar”). Prefería Aviñón, en Francia, “por su extraordinaria luz”. O Egipto, “por el desierto y el sol”. O Palestina y la India. Y Londres, claro. Por el Támesis.
A lo largo de su vida, Winston Churchill pintó unos 500 cuadros. De paisajes, sobre todo. No despreciaba las acuarelas, pero prefería los óleos. Se iba de vacaciones con un enorme maletín lleno de pinturas, pinceles y telas y pasaba largos ratos, en silencio, sentado y bien abrigado, pintando las excelsas panorámicas que tenía enfrente, dando prioridad a los colores vivos (“contrarios a las depresiones”, decía). “Cuando llegue al cielo”, escribió el personaje que al morir recibió un gran funeral de Estado, “tengo la intención de pasarme el primer millón de años pintando”.