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Trump y el ambientalismo

El fenómeno del calentamiento global mueve a una reflexión profunda que ineludiblemente pasa por la agenda de los políticos y el proyecto de las naciones


En los años setenta era el enfriamiento global, en los ochenta la capa de ozono, y en los 2000 el calentamiento global antropogénico. El ambientalismo es ahora un motivo urgente para que los políticos intervengan resarciendo su secular fama de codicia y ansiedad de poder.

Según la mayoría de los ambientalistas la solución al inminente cataclismo está en manos de los políticos. En este juego de vanidades con escenario apocalíptico, la arrogancia burócrata de Donald Trump también participa. Nada mejor que un imbécil persiguiendo a una ideología para darle más fuerza.

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Ahora el ambientalismo es una opción para los políticos que quieren recuperar la imagen, ya muy maltrecha. La sociedad vuelve a quererlo porque, después de todo, salvarán al planeta.

La salida de Estados Unidos del pacto de París es lamentable. El compromiso de los países a reducir las emisiones contaminantes solo es bueno y punto.

Es claro que nadie puede estar a favor de un presidente estúpido que decide que el calentamiento global es una creación de China para desestabilizar su economía, pero que también quede claro que ser escéptico ante las teorías catastrofistas del calentamiento global antropogénico no coloca a la disidencia automáticamente del mismo lado del presidente sin escuela.

[OBJECT]El ambientalismo tiene tintes religiosos y eso debe ser criticado como se critica todo. El escepticismo está en el corazón de la actividad científica y la oposición de las ideas siempre ha sido fundamental para el avance del conocimiento; sobre todo cuando las teorías se convierten en causas sociales con apóstoles anunciando el carácter científico de su catecismo.

En su libro La indu$tria del fin del mundo, Ignacio Padilla decía: “Los científicos de antaño trazaron para nosotros cataclismos atómicos mientras los de hoy los prefieren virales y ecológicos; los pintores y los poetas de la antigüedad usaron la chocarrería apocalíptica con el mismo éxito con el que hoy lo hacen los productores de cine, los telepredicadores y los industriosos guionistas de televisión”.

El cambio climático ocasionado por la actividad humana es la catástrofe del momento. Este representa ahora el desenlace fatal de nuestra propia existencia y lo hace en el marco preferido del espíritu humano, el de la culpa. Esta doctrina catastrofista nos explica el surgimiento de nuevas enfermedades y la dispersión incontrolable de las ya conocidas, el aumento en la criminalidad como resultado del aumento de las temperaturas y hasta el incremento de la actividad volcánica para no mencionar ya las inundaciones, tornados, olas de calor o frío, la desaparición de numerosas especies, la inundación de Venecia y la ineluctable evanescencia de Bangladesh.

“El hombre común concibe como su religión al sistema de doctrinas y promisiones que le explican con envidiable integridad los enigmas de este mundo”, decía Freud en su libro El malestar en la cultura.

Después de convertirse en religión, el cambio climático antropogénico se va tornando poco a poco en una doctrina dura con la que sus líderes juegan a la intolerancia, vetan publicaciones, descalifican la opinión contraria y evaden los debates. Como todas las doctrinas, también tiene sus vertientes radicales en grupos de ambientalistas extremos dispuestos a matar para lograr un mundo sin contaminación y un retorno al edén. Los ambientalistas nostálgicos por el paraíso perdido han atentado ya contra la vida de aquellos a quienes consideran una amenaza para el planeta infestado de seres humanos. Desafortunadamente, México no está exento de estos grupos.

El ambientalismo es un “ismo” más en la historia de las ideologías. Al respecto decía Hannah Arendt cuando se refería a las de su tiempo: “estos ismos proporcionan la gran satisfacción a sus partidarios de poder explicar hasta el menor evento a partir de un sola premisa”.

El ecologismo, junto con otros “ismos”, es la nueva corriente ideológica que no admite la duda como valor. Cuando la Sociedad Americana de Física declaró en 2007 como “incontrovertible” al calentamiento global antropogénico, algunos de sus miembros decidieron abandonarla. Ivar Giaever, Premio Nobel de Física en 1973, fue uno de ellos y no era para menos: la Sociedad Americana de Física se había sumado a una doctrina renunciando a la tradición más importante de la comunidad científica: la conservación de la duda y la controversia como valores fundamentales. Después rectificaría pero la vulnerabilidad de una sociedad científica con más de 100 años de existencia quedó de manifiesto.

Cuando una sociedad de físicos declara algo como “incontrovertible” es el momento de irse porque ha dejado de ser científica, se ha olvidado de Galileo Galilei delante de la Iglesia y de Giordano Bruno frente a la Inquisición.

La duda es el punto de partida de la ciencia. El espacio para la controversia es vital en la generación de conocimiento y cuando éste desaparece ya solo queda lugar para el catecismo de un nuevo dogma.

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La idea del calentamiento global antropogénico es muy reciente. Hasta los años setenta la preocupación era el enfriamiento del planeta. Antes de eso, la evidencia de una inminente era glacial en los años veinte también hizo líneas en los diarios.

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Fue en 1990 cuando el Panel Intergubernamental del Cambio Climático (PICC) publicó su reporte según el cual el calentamiento global antropogénico como paradigma quedaría establecido para la nueva generación. Con esto el PICC no solo fundaba una ideología, también se erigía como guardián del nuevo templo.

Rajedra Pachauri, quien fue director del Panel desde 2002 hasta 2015, lo dijo con elocuencia en su carta de dimisión: “Para mí, la protección del planeta Tierra, la supervivencia de todas las especies, y la sustentabilidad de nuestros ecosistemas es más que una misión. Es mi religión y mi dharma”.

¡Retórica conmovedora pero infeliz para lo que pretende ser científico!

En el corazón de muchas ideologías está la confusión casi trivial que genera una correlación entre dos variables. Cuando uno observa que éstas se comportan de manera similar procede a entender el comportamiento como relación de causa y efecto. La correlación entre dos eventos da la impresión de una liga entre ambos. Así por ejemplo: uno pide al cielo un milagro mediante las oraciones; cuando posteriormente uno observa que el evento deseado tiene lugar procede con el paso crucial del pensamiento religioso: asociar los fenómenos estableciendo una relación causal: las oraciones son la razón de lo acontecido.

La irresistible tentación de encontrar las causas a partir de las correlaciones acorta el camino al esfuerzo intelectual.

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El calentamiento global antropogénico se apoya en tres observaciones: el aumento en las emisiones de bióxido de carbono desde la revolución industrial, el aumento en las temperaturas en los últimos años y la teoría del efecto invernadero.

De éstos, el primero parece estar bien documentado. El uso de combustibles fósiles y la creciente necesidad de energía en los países industrializados, asociados a la producción, el transporte, la climatización de interiores, la producción de electricidad, etcétera, nos ha llevado a la emisión cada vez más importante de contaminantes. Pareciera incluso que éstas superan la capacidad de los océanos y las plantas para absorber las cantidades arrojadas al medio.

La segunda línea que se refiere al aumento de las temperaturas es más controversial. La manera de obtener una sola temperatura para todo el planeta y para todo un año, la escasa e irregular distribución de termómetros en las distintas regiones, los registros históricos imprecisos y otras decenas de incongruencias más bien nos hacen pensar que el hecho de que los resultados obtenidos coincidan dentro de una fracción de grado no signifique mucho. Como diría el Premio Nobel de Física Ivar Giaever: “desde el año 1880 hasta el 2016 la temperatura se ha incrementado de 288 a 288.8 grados kelvin, es decir en 0.3%; ¿es que existe algo más estable?”.

La tercera observación es la teoría del efecto invernadero. Esto se refiere al hecho de que la radiación solar es parcialmente absorbida por la superficie y el resto es reflejado al espacio. Cuando esta última se encuentra con gases que bloquean la salida, el calor se encierra como lo hace en un invernadero.

La combinación de estas tres observaciones es la base de la doctrina. Si bien uno puede discutir de manera aislada cada uno de éstas, el paso crucial y más lamentable es el establecimiento de la correlación que transforma la variación en causalidad. Una vez asentada se la presenta como verdad científica. Tan elemental como un curso básico de estadística y tan evocador como para ser el fundamento de todas las religiones.

Quizá al final de todas las cuentas lo único que queda es nuestra fascinación por el fin de los tiempos: “Cualquier discurso que acuda al estímulo de nuestra vocación de muerte acabará por seducirnos” (Ignacio Padilla).

Por si todo esto fuera poco, vivimos un retorno al pasado en que los políticos han vuelto a ser los sacerdotes todopoderosos que tienen línea directa con los dioses. En su colosal egocentrismo pueden manejar el clima a su antojo. En esta sociedad moderna la iglesia ya no tiene cómo reforzar al líder. Ahora éste recurre a la ciencia para autenticarse.

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