Cuatro mujeres curtidas por el sol, de manos ajadas por el trabajo con la tierra, con arrugas prematuras tres de ellas y otra con carreteras surcándole el rostro añoso, deciden juntar dineros de la venta de leña, cosecha y animalitos para que se construya un muro. Pero uno que les impida a sus maridos, hijos y nietos dejarlas solas, abandonen el terruño, la milpa y la silla junto al fogón de barro, y las dejen esperando con los uchepos y las corundas enfriando para siempre en un plato despostillado y humilde. Y estas mujeres juntan aún otros pequeños recursos para ir a la Embajada de Estados Unidos en la Ciudad de México para ofrecer los dineros reunidos para que el señor Trump constuya su muro, la nueva Muralla China, para que no les maten o apresen a sus hombres, para que no se vayan. O peor: para que no regresen después de años y las dejen infectadas con sida.
El anterior es uno de los muchos argumentos que se pueden hacer de un teatro que responda a las políticas del infame Trump. Está apartado, que conste. Pero muchos otros pueden ser un teatro de emergencia que nos regrese la dignidad y nos involucre como artistas dignos de este país. Otro, por ejemplo, requiere de historiadores expertos que nos asesoren: recuerdo que alguien, alguna vez, me contó que cuando Antonio López de Santa Anna se hallaba preso en una cárcel estadunidense, su guardia de vista era un tal capitán Adams. Su Alteza Serenísima masticaba de cotidiano algo y el capitán, intrigado, le preguntó: era chicle. Y al parecer dicho capitán conquistó, bajo su apellido, el mercado gringo de la goma de mascar, inexistente hasta entonces. De ser cierto, es una joya sobre cómo el pueblo del otro lado debe tanto a México. Desconozco los millones de chicles que se mastican al año pero deben ser muchos.
Otra es la historia del Río Nueces y de cómo los militares estadunidenses (perfectamente equipados, con armamento nuevo, bien vestidos y alimentados), fingieron un ataque de los malvados mexicanos. Este pretexto fue el fulminante que encendió la guerra entre las dos naciones y nos costó la mitad del territorio. La ironía es que los soldados mexicanos, huarachudos, harapientos, muertos de frío y con armamento de la época de la Colonia o la Independencia, poco podían hacer.
¿Cuántas historias pueden contarse? No hay más que asomarse a la nota roja de ambos lados de la frontera para construir una nueva, una que nos diga e inflame nuestra indignación y nuestro coraje.