Lo que hace D. H. Lawrence con sus personajes no se parece a nada: ni él mismo, como autor, podría dar razón de los motivos y los actos que los gobiernan: tienen vida propia, más allá de su creador. Sus cuentos y novelas son como islas de personas independientes de la obra que las fabula. Pero si su obra de ficción está habitada por personas reales, su gran proyecto utópico fue el erial de sus fantasmas.
En el Renacimiento, los utopistas ofrecían mundos imaginarios, no instructivos de órdenes posibles. Su modo verbal era el subjuntivo. A los utopistas modernos, en cambo, los tentó la práctica: lo que era posible se volvió obligatorio. Sus utopías comienzan en modo subjuntivo, pero pronto pasan al condicional y terminan en imperativo. Quieren el bien. Quieren la justicia. Quieren gobiernos desde los valores más altos, y el resultado fue el horror puro. Pero algunas pequeñas utopías han funcionado. Han sido comunidades restringidas, elegidas y diseñadas para unos pocos y en territorios reducidos. Ciertas formas de la autarquía pueden funcionar. Es decir: con la utopía, la voluntad de gobernar desemboca en el infierno, pero está visto que la utopía sirve para no dejarse gobernar. No construye estados; defiende contra el Estado.
Ese fue el sueño de D. H. Lawrence. Entre sus cartas, papeles, manuscritos, dejó Rananim, la pequeña utopía que construyó desde 1915, para refugiar su lote de dignidad humana del horror de la guerra y el fracaso del mundo moderno. En una carta a E. M. Forster, explica: "quiero que las personas vengan a mi isla sin dinero ni clases, sin sacrificar nada, y que cada uno traiga sus deseos, a sabiendas de que sería una pequeña parte de un todo... Quiero una comunidad real, no construida desde la abstinencia o la igualdad, sino de muchas individualidades cabales en busca de su realización. Pero no hallo a nadie".
Intentó convencer a Gordon Campbell y su esposa, condes de Glenavy, de que financiaran un lugar en el Pacífico, donde pudieran vivir con otras personas "que se hallen también en paz, con alegría, y que fueran comprensivas y libres". Escribió un largo borrador de la constitución de la isla y se lo dio a Gordon, con la esperanza de convencerlo. Campbell no se interesó y puso los papeles quién sabe dónde. Muerto Lawrence, Campbell le contó la historia a Aldous Huxley, quien, desde luego, se entusiasmó: él mismo estaba escribiendo su crítica de las utopías (Un mundo feliz). "Cuando Gordon regresó —cuenta Lady Glenavy— buscamos por todos lados... casi desbaratamos la casa en cachitos tratando de hallar los documentos". Y nada: la utopía de Lawrence estaba perdida.
Importa un bledo la famosa isla. Pero no sé perdonar el extravío de aquel "pensamiento terrenable", salido del autor que mejor supo observar la caldera de los deseos que gobiernan a hombres y mujeres. Solo podemos conjeturar: el desengaño del mundo y de su propia utopía oscureció a Lawrence y trocó la necesidad del bien y la justicia en aquel terrible culto oscuro de La serpiente emplumada: salvaje, cruel, sangriento, mexicano. Spinoza tiene razón: cuando no nos mueve la esperanza, nos gobierna el miedo.