El cartujo lee Tengo que morir todas las noches, con el Jesús en la boca. El libro de Guillermo Osorno lo lleva de regreso a un tiempo lejano, cuando pretendía convertirse en hombre de mundo y andaba del tingo al tango por todo tipo de tugurios.
Subtitulado “Una crónica de los ochenta, el underground y la cultura gay”, el libro cuenta la aventura del bar El Nueve, creado por Óscar Calatayud, Guillermo Ocaña, Manolo Fernández y Henri Donnadieu, sin duda la figura más visible de esa sociedad. Estaba en la calle de Londres número 6, en la Zona Rosa, y durante varios años fue punto de encuentro de músicos, artistas, actores, intelectuales y, sobre todo, de gran parte de la comunidad homosexual.
El monje llegó al Nueve invitado por Pita Amor. La poeta era una leyenda y sobre ella circulaban los más increíbles rumores. Vendía hojas con sus poemas en los restaurantes de la Zona Rosa y con frecuencia se le veía discutir a grito abierto con clientes y meseros. Era impertinente y grosera, era genial y rotunda.
Una tarde caminaban por Bucareli, cuando de repente se paró frente a una taquería atendida por dos tipos mal encarados. Con voz de trueno, le dijo al estupefacto monje:
—¡Nunca coma tacos aquí, son una porquería!
Él, quien nunca ha sido valiente, se agachó y se fue de lado ante la mirada furiosa de los taqueros, a quienes Pita amenazaba con su aristocrático bastón.
En ocasiones se reunían en un restaurante cercano al Teatro Milán, donde no querían atenderla. Ella gritaba: “¡Vengo con el señor!”, y solo así le servían una o dos copas, nunca más. El monje quería entrevistarla, pero a cada pregunta respondía con algún poema: “Cara redonda tenía/ de redonda soledad;/ el aire que la invadía/ era redonda armonía/ de irrespirable ansiedad” o algo por el estilo.
La noche del Nueve estaba en una silla alta, con aires de reina, con sombrero, encajes, abanico y llena de joyas. Iba a ofrecer un recital. Todos guardaban silencio y la miraban con curiosidad. Cuando el reflector apuntó hacia ella, se cubrió la cara con el abanico y gritó por el micrófono:
—¡Quítenme eso! Mis pestañas son de papel de china.
Se oyeron algunas risas y luego otra vez el silencio para escuchar a “La señora de la tinta”, consentida de Xavier Villaurrutia, a quien consideraba su maestro.
A partir de ese día, el trapense comenzó a frecuentar El Nueve, a platicar a veces con Henri Donnadieu, quien una tarde le dijo:
—Éste es un lugar con una animación que no existía en México. En una ciudad de casi 15 millones de habitantes, tiene que haber lugares con este tipo de clientela. Además se ha convertido en un vehículo cultural, donde se promueven cosas que valen la pena. No estoy tratando de legitimarlo, pero pienso que siempre hay minorías que no pueden ser ignoradas.
El libro de Osorno es un buen pretexto para zambullirse en las aguas profundas del pasado y recordar, por ejemplo, a la siempre imprevisible Pita Amor.
Queridos cinco lectores, desde el exilio, El Santo Oficio los colma de bendiciones. El Señor esté con ustedes. Amén.