Oliver Sacks era un hombre cálido, inteligente y divertido. Así lo define Jorge Herralde, su editor en lengua española, quien mantuvo con él una relación de amistad de varios años, desde que en 1997 publicó Un antropólogo en Marte, una de las obras fundamentales del neurólogo inglés nacido en Londres en 1933 y fallecido el domingo pasado en su casa de Greenwich Village a la edad de 82 años.
Herralde dice que Sacks era una personalidad “fuera de serie”, definida, agrega, por dos palabras: “empatía y escritura”. “Se trata”, considera, “de un autor ameno, de historias clínicas fascinantes, cuya lectura puede recomendarse a cualquier persona. Federico Campbell dijo una vez que las historias de Oliver Sacks nos habían llevado a cambiar la forma de pensar el cerebro. Y yo estoy totalmente de acuerdo. En ese sentido, añadiría que perteneció a la escasísima categoría de los científicos de letras”.
El editor barcelonés agrega que Sacks, quien en febrero pasado había anunciado en un hermoso artículo que padecía un cáncer de hígado terminal, asumió ese tramo final “con deportividad y no quiso desperdiciar el tiempo que le quedaba de vida”, razón por la cual nos ha legado un apasionante testamento en forma de autobiografía, que el sello Anagrama publicará a principios de noviembre: En movimiento. Una vida.
Al respecto, Damián Alou, traductor de la mayor parte de los libros de Sacks a nuestra lengua, entre cuyos títulos destacan Un antropólogo en Marte (1997), La isla de los ciegos al color (1999), El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (2002), El tío Tungsteno (2003), Veo una voz (2003), Despertares (2005), Musicofilia (2009) y Los ojos de la mente (2011), considera que la voz del autor que hay detrás de todas esas obras es la de un “divulgador–pensador”. “Sacks reflexiona acerca del mundo de la mente desde el punto de vista de alguien que no es normal. Desde siempre, la posición del psicólogo, psiquiatra y psicoanalista es abordar la normalidad desde la perspectiva de la persona que se pone por encima y juzga o prejuzga el estado mental de otra persona. Pero Sacks, como neurólogo, trata de hacernos ver que en realidad la enfermedad mental no existe, o existe en un grado mínimo, porque lo que hay en realidad son problemas físicos o químicos del cerebro. Por ejemplo, oír voces, que muchas veces se atribuye a la esquizofrenia o a un proceso degenerativo mental, en algunos casos no es más que un problema neurológico. Sacks, que en su juventud consumió anfetaminas, LSD y hachís, estaba muy familiarizado con las alucinaciones y los estados mentales perturbados, lo que le situó en un lugar privilegiado para explicarnos la anomalía no desde una perspectiva externa sino desde la de alguien que la ha sentido y considera familiar. De esta manera consigue que te sientas próximo, y que cuando veas a alguien por la calle actuando de forma extraña —con síndrome de Turette, algún trastorno obsesivo–compulsivo o con tics— no te parezca un bicho raro sino una persona corriente, que puede ser alta o baja, coja o rubia, a quien le ha tocado esa condición con la que debe apechugar. Y esa es una de las principales aportaciones de Sacks, quizá no tanto a la investigación neurológica o médico-científica: las personas normales y corrientes estamos en condiciones de comprender lo que es no ser normal”.
Hay también en la obra de Sacks, dice su traductor, una voluntad de no complicar al lector con una nomenclatura y un lenguaje especializados, porque el neurólogo, destaca, “tenía muy claro para quién escribía. No se dirigía a la comunidad científica, que lleva otra agenda y quiere progresar académica y científicamente. No. Sacks tenía su trabajo y a partir de ahí se dedicó a emular los criterios científicos que respetaba sin pretender que lo reconocieran, y le gratificaba que la gente normal fuera la que leía sus libros, sobre todo cuando llegaban a divulgarse a través de medios masivos: la película Despertares o la pieza que Harold Pinter llevó al teatro con uno de sus personajes. Eso era para él la máxima recompensa. Desde niño quiso ser escritor y muy pronto se dio cuenta de que no sería un autor de imaginación, no inventaría historias sino que las tendría por delante y para contarlas reprimiría las grandes asociaciones mentales que sus editores se ocupaban de controlar. Pero el hecho de que haya vendido tantos libros y siga siendo de interés significa que acertó a la hora de divulgar el mundo del cerebro”.
El tono que Sacks eligió para acercarse a sus interlocutores fue, señala Alou, “muy íntimo. Es un tono que no habla desde una tribuna, sino desde la posición del neurólogo que asume que también tiene sus propios problemas y entiende a las personas que trata del mismo modo en que ellos entienden el mundo. Ahí tenemos la historia de la ingeniera autista que diseña mataderos para animales atendiendo muy bien el punto de vista de la víctima, para que en ningún momento sepa que va a morir. Sacks comprendió muy bien a esas personas que tienen una perspectiva peculiar sobre las cosas y contó su historia de manera muy viva. Hay ciencia, desde luego, pero siempre se preocupó por la parte humana, aunque alguna vez se le haya acusado de sacar provecho de sus pacientes”.
Analizando la obra de Sacks, su traductor al español asegura que su libro más representativo es Un antropólogo en Marte, porque el título hace referencia a un científico que está en un mundo donde la gente no se comporta siguiendo un patrón clásico. “Los seis casos que plantea y el formato que consigue —ensayos de unas 40 páginas— son muy logrados. En Despertares y en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, todo es muy breve (casos en apenas diez páginas, dejando todo un poco cojo). Sin embargo, en Un antropólogo… el formato es perfecto y obtiene espacio para abordar todos los matices: los científicos, los del origen, los que rodean a la familia de la persona. Además, son casos bien elegidos, que impactan y hacen ver que la realidad tiene muchos matices y que no todo es invento de la razón. Creo, además, que es un libro en el que Sacks llegó a su madurez y comprendió lo que quería contar, cómo se sentía contándolo, el espacio que necesitaba para hacerlo, y en el que se sintió más libre”.
Lo que hizo más adelante, observa Alou, “mantuvo una línea de gran interés. Musicofilia, Alucinaciones, arrojan mucha luz sobre el personaje. Y es que obras como Un antropólogo en Marte pueden leerse sin saber nada de Sacks, mientras que la autobiografia ya cuenta con algún trato previo con el autor, lo que nos inspira a conocer aspectos que no aparecen en sus otros libros”.
En ese sentido, En movimiento. Una vida, puntualiza el traductor, es una obra de “gran sinceridad”, en la que Sacks “muestra múltiples facetas de su persona, que al final explican su vocación. Están, por ejemplo, los tiempos de físico culturista en California, en un ambiente gay muy de la época. De hecho, hablando de tendencias, Sacks experimentó todo: fue de los primeros que hicieron un pedido de LSD a su inventor (A. Hoffman), una dosis pequeña, y cuando probó la marihuana la yerba apenas se estaba introduciendo a Estados Unidos. Al llegar a Nueva York, se hizo enseguida de pacientes. Era una persona empática, y en esa tensión va apareciendo un personaje vivo, porque ésta no es una autobiografía fósil en la que se cuenta qué hizo el narrador sino que relata muchas cosas sobre sus mecanismos de creación, sobre su familia y cómo se salvó de la muerte —hay una historia muy triste en la que se llevan a los niños londinenses al campo para protegerlos de los bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial—. Iba con su hermano, quien sufrió abusos en el internado y más tarde padeció esquizofrenia. Sacks afirma que después de platicar con niños que en esa época tuvieron que separarse de sus padres descubrió que muchos tenían problemas para relacionarse, un tema que por desgracia no investigó pero que habría funcionado para uno de sus libros. Por otro lado, uno ve, en ese sentido, que fue una persona de variados intereses, que tenía un saber enciclopédico, que no era el especialista universitario de hoy en día que conoce solo una parte de una disciplina, sino que intentó fragmentar los conocimientos pues el saber es un todo que abarca neurología, física, astronomía, ingeniería…”.
La autobiografía de Sacks está estructurada siguiendo una pauta cronológica, aunque da saltos e intercala fragmentos de textos que escribió en los años sesenta, como un viaje por Estados Unidos. “Sacks tenía cientos de diarios, y el diario de los años sesenta está escrito con una prosa un poco preciosista, juvenil. Recorriendo Estados Unidos, se le estropea la moto y vive con gente que no tiene nada qué ver con él, lo que muestra su evolución desde que acaba los estudios de Medicina. Leemos también cómo intenta llevar a cabo una carrera académica para la que no estaba dotado —porque no era un especialista ni una persona encerrada en una disciplina—, sobre sus dificultades económicas y para adaptarse con los demás —porque todo mundo tiene su manera de tratar a los pacientes y él casi nunca tuvo una relación de médico–paciente sino de igual a igual, y lo que quiso fue sacar a los pacientes de las clínicas—, porque el patrón habitual del trato al paciente siempre acababa enfrentado con él por un motivo o por otro. En ese sentido, es la autobiografía de un auténtico outsider que, como dice el título, está siempre en movimiento porque siempre persigue algo, incluso a veces sin saber qué es. Yo creo que al final lo encuentra: el amor con la pareja que conoció al final de su vida, diez años atrás, y con quien vivió hasta el momento de su muerte. Así que acaba encontrando, tarde, todas las cosas que se propuso de joven: ser escritor y emular a sus autores preferidos, el amor, una posición y ser útil a la sociedad. En fin, es una vida de alguien que al final encaja todas sus piezas y que muere, si esto es posible decirlo, feliz, aunque sabía que su manera de ser y pensar y ese cierto autismo que había en su personalidad le complicaban mucho las cosas. También estaba el hecho de que no reconocía las caras, que no es moco de pavo. En el fondo, haciendo un resumen vital, creo que murió feliz, y se nota en esta autobiografía, que no es la de una persona amargada ni triste ni frustrada, sino la de un hombre que no se quejaba”.
La recta final, cuando Sacks ya ha sido diagnosticado con cáncer, se cuenta de manera sucinta, señala Alou, sin regodeos ni melodramas. “Lo hace considerándola no como la etapa más importante de su vida, y en esto creo que hace muy bien, pues se centra en la vida vivida, y cuenta lo del cáncer porque no quiere obviarlo”.
Finalmente, Alou expone que, entre las cosas del mundo de la cultura que más marcaron a Oliver Sacks, estaba en primer lugar su devoción por la obra de Charles Darwin —su autor de cabecera—, y tras él los científicos del siglo XIX, a los que acudió como reacción a una moda en el terreno científico, en el que las lecturas se centran en asuntos que ocurren de forma inmediata para publicar artículos en revistas especializadas. “Consideraba que eso no era ciencia. Leyó a los antecesores y descubrió que eran fascinantes. Por tanto, podría considerársele un historiador de la ciencia. Lo moderno no lo influyó en nada. ¿Freud? No podría asegurar que lo hubiera leído a fondo, por no hablar de Jung, pues Sacks no tenía una vena mística. Vivió la época de la psicodelia pero no fue lector de William Burroughs ni de Ginsberg; fue amigo de W. H. Auden y de Thom Gunn, quien empezó en The Movement, una ola que giraba en torno a Philip Larkin, y luego se trasladó a Estados Unidos para vivir su libertad sexual. Sacks le envió sus textos y tuvo una relación bastante buena con él, aunque fue sobre todo un hombre de cultura clásica. Hablaba poco de sus lecturas. Lo que más le interesaba era la vida: ver y contar lo que veía. Escribió mucho, compulsivamente, hasta el final de sus días”.