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Nuestro entrañable transgresor

In memoriam Gustavo Sainz.

Mi encuentro con Gustavo Sainz significó un trastocamiento de mi vida en más de un sentido. Me encontré con él en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, donde coordinaba la carrera de Periodismo y Comunicación Colectiva además de enseñar cine, diseño editorial, periodismo y literatura. Me inscribí en su clase Literatura y Sociedad, a la que asistían Ángeles Mastretta, David Martín del Campo, Hortensia Moreno y Salvador Mendiola. Más tarde se agregarían Rafael Vargas, Gustavo García, Emiliano Pérez Cruz, Sergio Monsalvo, Roberto Diego Ortega, Josefina Estrada, Enrique Aguilar, José Buil y muchísimos más que luego devendrían escritores, cineastas, críticos…

Gustavo fue siempre un obseso del trabajo, y leía y veía películas con una voracidad asombrosa. La materia atrás mencionada se cursaba en cuatro semestres: 1) Literatura europea del siglo XX (Proust, Joyce, Kafka, Musil, etcétera); 2) Literatura norteamericana (Faulkner, Dos Passos, Fitzgerald, Ellison, Hemingway); 3) Literatura latinoamericana (Borges, Onetti, Cortázar, García Márquez, Lezama Lima); y 4) Literatura mexicana (Martín Luis Guzmán, Yáñez, Rulfo, Revueltas, Fuentes, Spota). Leíamos una novela cada semana y el profesor la explicaba. Y nadie se rajaba porque la clase era siempre amena y los libros baratos.

Invitaba a clase a escritores, directores, actores y críticos de cine (Revueltas nos obsequió, dedicado, un ejemplar de la primera edición de Los muros de agua). En la primera Cineteca Nacional (en Río Churubusco) nos enseñaba cine: proyectaban, por ejemplo, King Kong, y entre él y un crítico invitado (Pérez Turrent, De la Colina, Francisco Sánchez, Ayala Blanco) nos explicaban las técnicas del montaje. Gracias a su invitación asistí a la primera presentación de un libro en mi vida, su novela La princesa del Palacio de Hierro.

El entonces director del INBA, Juan José Bremer, lo invitó a la Dirección de Literatura, y llevó consigo a varios de sus alumnos, entre ellos yo: chavísimos, audaces, casi irresponsables. Consiguió establecer la Librería del Palacio, y organizó lecturas de obras primigenias y monumentales (Vargas Llosa, Cabrera Infante, Benedetti, Donoso), y los fastuosos cocteles que se hacían en las terrazas del Palacio se volvieron célebres: obsequiaban whisky, canapés de lujo, y salíamos borrachísimos, rodando por las alfombras. La obra mayor de Sainz en ese tiempo fue La Semana de Bellas Artes, que se insertaba cada miércoles en cuatro o cinco diarios de circulación nacional con un tiraje de 300 mil ejemplares, lo que hacía rabiar a los editores de sábado, del recién aparecido unomásuno: los pobres tiraban apenas 40 mil.

La Semana… tuvo un éxito notable los años que existió, por ahí circulaban grandes plumas nacionales y extranjeras, pintores de renombre y figuras del teatro, el cine, la fotografía, la música, la arquitectura, etcétera. Nos atrevíamos a publicar desnudos femeninos, textos llenos de palabrotas, de índole política adversa al gobierno, y por eso recibimos severas llamadas de atención de la Presidencia de la República, de Gobernación y de las buenas conciencias lambisconas. Y todo con la anuencia–complacencia de Gustavo. Pero debió irse a enseñar a una universidad estadunidense, y por eso Bremer nombró director del semanario a un oscuro personaje llamado Abraham Orozco, aunque no sabía ni de literatura ni de periodismo ni de nada. El pobre diablo publicó un texto infame que nosotros habíamos desechado donde se vituperaba ni más ni menos que a la esposa del presidente de la República. La respuesta fue definitiva: se clausuró La Semana de Bellas Artes, y el brillante Bremer fue cesado de la dirección general del INBA. Se le echó la culpa, en avalancha, a Gustavo Sainz, mas él no tuvo vela en el entierro, pues ya vivía en Estados Unidos, de donde no volvió salvo por sus esporádicas visitas.

La novelística de Sainz se divide claramente en dos líneas que clasifico arbitrariamente como sigue: las juveniles, frescas y deleitables, y las de madurez, signadas por la experimentación radical y por eso casi ilegibles. No ha habido en México mayor transgresor de las técnicas narrativas que Gustavo.

Su libro inicial, Gazapo, que junto con La tumba y De perfil, de José Agustín, y Pasto verde y El rey criollo, de Parménides García Saldaña, fue etiquetado por Margo Glantz como “literatura de la Onda” es un alarde técnico: el protagonista–narrador cuenta la historia y, a la vez, la graba (fue el primero en incorporar la grabadora en la narrativa mexicana; luego, escribiría la primera novela en computadora: Compadre Lobo; más tarde, haría por primera vez un libro sobre Internet y tecnologías adláteres: La novela virtual [1998]). Continuó su trabajo con Obsesivos días circulares, la agradecible, por divertida, La princesa del Palacio de Hierro y la erótica y llena de alcohol y violencia Compadre Lobo, aunque el autor nunca bebió ni fumó ni frecuentó burdeles.

De ahí en adelante, Sainz se entregó a la experimentación de manera furibunda. Novelas como Paseo en trapecio, Fantasmas aztecas, A la salud de la serpiente o Salto de tigre blanco son prácticamente ilegibles, aunque irreprochables en su manufactura. Una vez le dije: “Gustavo, con tanto experimento estás perdiendo lectores, ¿por qué no vuelves a escribir como antes?” Respondió: “¿Por qué mejor los lectores no aprenden a leer?” Y quizá su obra más delirante en este rubro sea La muchacha que tenía la culpa de todo, porque aquí no hay narrador, ni voces en primera, segunda o tercera persona, ni monólogos ni diálogos… La novela, de cien páginas, está hecha en base a interrogantes precisas: no hay respuestas, pero las inferimos en las preguntas ulteriores. Y sin embargo, al terminar de leer tenemos una historia redonda, estrujante. Un prodigio.

Cuando Gustavo venía a México invariablemente nos encontrábamos, o lo visitaba en Estados Unidos. La última vez lo vi en Bloomington, Indiana, en cuya universidad enseñaba desde hacía décadas: ahí vivían, viven, sus dos hijos, Claudio y Marcio; quien fuera su esposa, la también novelista Alessandra Luiselli, vivía en Nueva York desde que se separaron. Gustavo publicó sendas novelas escritas al alimón con Eduardo Mejía y con Alma Lilia Joyner, pero son cosa menor (cuando se le dije se molestó).

Y solíamos escribirnos electrónicamente, hasta que hará cosa de tres o cuatro años dejó de responderme; pensé que algo ingrato le había dicho o que me había malinterpretado, hasta que me enteré que enfermó de Alzheimer en grado severo, lo que explicó su silencio y acrecentó mi zozobra.

No quiero cerrar este texto sin evocar su apabullante biblioteca, en sendos departamentos contiguos en la calle Nazas: poseía 40 mil volúmenes y lo extraordinario era que todo, todo en su hábitat era blanco, ¡incluso las alfombras!, de manera que cuando me invitaba, algunos sábados, a almorzar antojitos mexicanos que su auxiliar de muchos años le preparaba, me sentía a punto de cometer un crimen. Con ayuda de la Editorial Grijalbo, la trasladó en un tráiler a Estados Unidos, cuando se fue: la vendió a la Universidad de Kansas, con mediación de su amigo John S. Brushwood, y con eso compró su casa. ¡Ah!, un sábado me invitó, aquí, a almorzar, y el otro invitado era ni más ni menos que Julio Cortázar. Experiencia mayor. Por todo eso, Gustavo, ¡cómo no te voy a querer! Descansa en paz.

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