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Misericordia infinita

Me importaba no perder la confianza de Rosa Isela: me emboban sus palabras, sus largas piernas morenas; me solazaba en la curva de su empeine aún cubierto con calcetas blanquísimas.

Mi infancia fue iluminada y oscurecida por un libro: la Doctrina Cristiana. Curso Superior, escrito por FTD y editado por Antigua Librería Robredo. El camino del Bien, decía ese escrito, está sembrado de Espinas; el del Mal, de rosas. No me arrepiento: las rosas siempre me atrajeron. Y si no eran el Bien, bien que me sentaban. Estaba bien, asistía devoto a la doctrina, los sábados, donde las catequistas nos preparaban para la Primera Comunión, y vestirían de marineritos a todo el grupo y darían tamales y pastel a todos, aunque los más labregones (ente 13 y 15 años) ya pensábamos en las corundas de las muchachas, aunque nos pegara la culpa: nada que no pudiera exorcisarse en el confersionario.

Entre las catequistas estaba Rosa, ah: llena de gracia, bendita entre entre todas y bendito su fruto, ay Jesú. Llena de gracia, como los gansitos Marinela: rete llena de relleno y cubierta de chocolate, porque morena era, envidia de todas las demás güeras de rancho.

La presencia de Rosa, Rosa Isela más bien dicho, me hacía bolas con todo lo que debíamos memorizar para la Primera Comunión. ¿Tan atarantado era, que me tomó por su cuenta y dejó a otra catequista al frente del grupo, para no retrasarlo? Perdido no andaba. Rosa Isela preguntó qué me pasaba, por qué no estudiaba. Inventé que mi padre estaba enfermo, que mi madre nos abandonó (se fue a Estados Unidos, cuando mi padre perdió su empleo y cayó en depresión; nos enviaba dinero) y que mis tías me maltrataban (cierto, porque querían que lavara trastes, tendiera camas, atendiera a mis primas pequeñas —dos, el alma de Judas, de tres y cinco años de edad las monstruas aquellas— y además fuera a comprar todas las cosas del mandado, cuaracuacá). Sentí cómo el alma piadosa de Rosa Isela se apiadó de mí. Me explicaba las oraciones, los mandamientos de la Ley de Dios y de los Sacramentos y de los Misterios …

Dije iba a la doctrina por obligación. Decían mis tías: si tus padres se esforzaron para tu bautizo y confirmación, la catequesis te serviría para hacer la Primera Comunión, tras confesarte y cumplir la penitencia para recibir el cuerpo y la sangre de Jesucristo. Es decir, comulgaría en misa; perdería el otro cuerno, dejaría de ser un diablo.

Más me importaba no perder la confianza de Rosa Isela: me emboban sus palabras, la tersura de su rostro, sus largas piernas morenas; me solazaba en la curva de su empeine aún cubierto con calcetas blanquísimas, y su breve cintura y la curvatura ya rotunda de sus senos, que adivinaba de buen tamaño en la juventud ya próxima. Los bauticé, y los grandulones supieron: el izquierdo era Rosa. ¿Y el derecho? Isela, contesté; inocente de mí: a coro preguntaron: ¡¡¡¿Iselasss… mamarías?!!!

Desconté al que tuve a mano, los otros me dieron santa madriza que no llegó a más porque ella apareció, fue por las demás catequistas y me los quitaron de encima. En la misa del domingo el cura se refirió a nosotros: los entes más degradados de la Creación, no respetan la Casa del Señor, en balde el cuerpo y la sangre de Cristo, si profanan el templo con acciones propias de demonios…

Al escuchar Seno de la Santa Madre, miré a los grandulones, con sonrisas burlonas. La sangre me ardió, me contuve al mirar a Rosa Isela al frente del grupo, con un velo de encaje magenta, rosa mexicano. Seguía usando calcetas, llevaba zapatillas de tacón y destacaban la firmeza de sus piernas, el contorno de sus pantorrillas. Algo se agitó dentro de mí. Y fuera: contuve la respiración, me pellizqué un huevo desde la bolsa del pantalón. Porque miraba el cabello en su nuca, la supe plena de misericordia infinita, dulzura y esperanza nuestra; qué digo nuestra: pa’ mí, no en balde los golpes recibidos por esos corrientes que, apenas sentían que los miraba, hacían señas groseras con los dedos, mustios, con cara de yo no fui.

Dios te salve, Rosa Isela (oré a mi manera): llena eres de gracias, amacita; bendita eres entre todas y bendito tu fruto, ay, Jesú. Perdóname todas las ofensas de esos cabrones y venga a nos tu reino, que se haga nuestra voluntad.

Llegó el día de la Primera Comunión. En grupo. Los grandulones por delante, a confesarse. Rosa Isela: feliz, porque el grupo salió adelante, y yo, su máximo logro, pues pude memorizar el numerito y participé en las preguntas y respuestas que el Padre Maltus se aventó, para concluir con un choro que de inmediato reconocí copiado y pegado desde la wiquipedia:

Este evento es un acto de fe, todo buen cristiano está obligado a tener devoción, ya que asume compromisos como el de asistir a la Casa del Señor no sólo en días como éste, sino siempre, luego se hacen disimulados y vienen a ligar y olvidan el sacramento de la Comunión, y por consiguiente la Penitencia o Confesión que salva de todo mal y mantiene a la fe católica. Honren la comunión con Jesucristo y ganemos la vida eterna, por los siglos de los siglos de los siglos.

La ceremonia me hizo sentir liviano, levitaba junto a Rosa Isela. Le dije que mis tías me habían hecho tamales y atole, y me dieron permiso para salir con mis amigos. ¿Te vas con los grandulones? Caminamos. No tengo a dónde ir, contesté, no sin advertir cómo La Llena de Gracia soslayaba tamales y atole; enseguida preguntó: ¿Por qué fue la pelea con los grandulones? Caminábamos rumbo al parque, acortamos por el callejón. Dije que no le podía decir. Dijo: valora mi amplio criterio. Está medio fuerte, dije apenado. Soy de criterio amplio, repitió; me levantó la cabeza jalando mis erizados pelos y juntó su nariz con la mía y remarcó: dije que soy de criterio amplio. Relaté a tropezones, cohibido, pero su interés me animó: me dio coraje y celo que te imaginaran como yo te imaginaba, y continué con el relato. Me miró con fijeza, me tiró de los pelos y repitió lo dicho por mí y me miró a los ojos hasta el alma: ¿Y me las… mamarías? La respuesta que di me heló: Sí te las mamaría, Iselas mamaría, y y y en tus nalgas y a besos me perdería y y y… ya estrujaba su generoso trasero, lacio lacio me puse a acariciarlo como lomo de gata, me jalaba de los pelos hasta su pecho y con la nariz retiré la blusa y la metí hasta el sostén, para que mis labios olisquearan y mi nariz besara y succionara sus erectos y duros pezones, cuyas aureolas eran de salpullido, y al contacto con mi incipiente barba producían un sonido de acompasada lija o de cajita musical.

Deslicé el tacto sobre un terciopelo, mis manos avanzaron a sus piernas, su pubis, alcé el vestido, pasé los dedos sobre su mullido vello y entreabriendo con delicia sus labios, volando sobre su frijolito y ella prendida a mis cabellos y viendo al fondo de mis ojos, donde se reflejaba cada imagen que de ella imaginé: sus pies en zapatillas abiertas, sin calcetas, con las uñas arreboladas, lo mismo que sus pezones; sus pantorrillas a punto de dar el paso sobre el pasto verde. El rostro moreno de piel de durazno y labios entreabiertos me besó como si mordiera un durazno, y sorbía, y luego rió al repetir: ¿Y se las… mamarías? Te las sorbería, te absolvería, me nutriría, bebería la felicidad. De pie, en pleno callejón, nos perdimos. Fuimos una pareja que se da un beso ajustado, nada asustado. Mi ser estuvo allí iluminado por un libro donde supe que el camino del Bien está sembrado de espinas; el del Mal, de rosas. Entre ellas, Rosa Isela.

*Escritor. Cronista de "Neza".

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Emiliano Pérez Cruz
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