El más reciente trabajo narrativo de Julián Herbert, La casa del dolor ajeno (Random House, México, 2015), constituye un documentado ejercicio a caballo entre la historia y la crónica literaria. ¿Qué historia? La de la matanza de chinos ocurrida en Torreón durante la toma de la ciudad por fuerzas maderistas el mes de mayo de 1911. ¿Cuál crónica? La del proceso personal de involucramiento con un tema que, en palabras del propio Herbert, “quiere ser contado” para no perecer en los anales del olvido nacional. El libro aun se atreve a más: del rescate historiográfico de un hecho del que en el país pocos se acuerdan, o bien tiende a ser tergiversado (en la comarca lagunera es vox populi el falso expediente de que fue Pancho Villa el perpetrador de la masacre), se deriva una especie de metafísica de la patria que, pese a su visión honesta e íntima, acaso haya conseguido más fuerza en Canción de tumba. Con todo, el relato de la impune cacería y ejecución de la prácticamente totalidad de la comunidad china torreonense en el contexto de los inicios de la Revolución está armado con solidez y se desdobla en universos convergentes que pueden ser examinados de manera particular: la microhistoria de Torreón y los personajes que han construido y habitado esa ciudad; la historia general de China, sus guerras del opio, la diáspora multinacional en el siglo XIX y el triunfo de la República en 1912; la propia Revolución mexicana, algunos de cuyos episodios son recuperados con tal aliento bélico que, por momentos, se tiene la impresión de estar releyendo pasajes de Mariano Azuela o Rafael F. Muñoz.
Pero La casa del dolor ajeno (un guiño metafórico al nombre con que es conocido el estadio del equipo de futbol Santos de Torreón, por el sufrimiento que inflige a sus visitantes, como aconteciera con los chinos) plantea también una reflexión profunda sobre las sinrazones aparentes y las causas verdaderas de la xenofobia en México. El mismo rastreo de las investigaciones judiciales desarrolladas luego del crimen, que Herbert emprende con minuciosidad, proporciona claves tan espantables como irrefutables. La indagatoria a cargo de Macrino J. Martínez, un revolucionario designado juez militar para la ocasión, quien manipuló las pruebas para demostrar que, en realidad, la desarmada colonia china había atacado primero al Ejército Libertador de la República. La de Jesús Flores Magón, tan inoperante que el propio Herbert la descarta. El informe de Ramos Pedrueza, nombrado fiscal por el presidente interino León de la Barra tras la renuncia de Porfirio Díaz: una interpretación al servicio de la gente acomodada de Torreón, a la cual exoneraba atribuyendo la carnicería a la vesania ciega de la masa anónima. La averiguación del propio gobierno oriental, rica en testimonios de cómo sus naturales recibieron balazos en la cabeza, fueron desmembrados a cuerda de caballo o ajusticiados a machetazos. El caso es que más tarde, tras muchos avatares diplomáticos entre las dos naciones en litigio, se acordaría una indemnización. Y que ésta, hasta la fecha, nunca se ha pagado. Herbert sostiene que los chinos fueron exterminados por simple odio racial, envidia económica y entretenimiento de la tropa, y se reafirma en una tesis que encuentra el origen del bias contra los ciudadanos de China no en las clases populares sino en el antichinismo decimonónico intelectual y burgués que se fue instaurando en Estados Unidos (que decretaría un acta de exclusión territorial en 1882) y México.
La aproximación sociológica al Torreón contemporáneo, estereotipada y demasiado similar a una anterior de Carlos Velázquez, enseña uno de los puntos débiles, y la reconstrucción de la historia de China en algunos capítulos incurre en el enciclopedismo. Pero en conjunto este libro, inclinado tal vez más hacia el ensayo historiográfico que hacia una recreación libre de la historia —lo que no le resta méritos— cumple su propósito.