El debate de las criptomonedas no es un asunto de sola economía. Es el espectáculo de una metáfora antigua (tan antigua que sus orígenes no pueden ser sino supuestos) y una reciente. Casi toda la historia documentada de la humanidad ha aceptado al oro como respaldo y estándar del valor. El oro hay que arrancarlo a la Tierra con sudor y lumbre. Su utilidad es casi nula: no sirve para hacer herramientas, como otros metales. Lo más probable es que se originara en la magia por simpatía: un metal que no se oxida, brilla, no se descompone ni se deteriora. Por contagio, uno podría, mágicamente, adquirir la característica única del oro: la eternidad.
Las criptomonedas, como el Bitcoin, tienen su origen en operaciones matemáticas. Al principio, bastaban unos cuantos cálculos para hacer la “minería” y obtener una de esas monedas hechas de información, no de metal. Cada operación siguiente es mucho más compleja que la anterior. Hoy se requieren muchas computadoras trabajando de modo simultáneo para producir el siguiente Bitcoin.
El oro venía del mundo; el Bitcoin también. De un mundo virtual, informático, hecho de abstracciones y operaciones matemáticas que ofrecen otra forma mágica de la inmortalidad: sus elementos tampoco se degradan, ni se descomponen, y no es posible imaginar ni tiempo, ni región del Universo donde los números se comportaran de modo distinto o que pudieran ser falsos.
El Bitcoin es un largo paso hacia la superación del oro, pero lleva una inteligencia emponzoñada: nos permite imaginar (no sabemos si con entusiasmo o con terror) que en algún momento las monedas validadas por Estados Nación perderán fuerza y credibilidad ante una moneda que no puede ser afectada por gobernantes imbéciles. Sus riesgos son de otro orden. Las criptomonedas no dependen de autoridades centrales, ni bancos, ni gobiernos. Son quizá la primera avanzada seria de un anarquismo estrictamente racional.
Está en juego la forma futura de la confianza: creemos más en instituciones bancarias y estatales, o en las iniciativas y participación de una sociedad global y sin fronteras. La moneda amarrada a la materia o la moneda amarrada a las matemáticas. ¿Qué es más confiable: algo que puedo tocar, acumular y atesorar, o unos algoritmos que no pueden ser falsos? Con todo, el valor sigue siendo imaginario.
Algo se siente como contento en la barriga: que surja el valor de lo más distintivo de la especie humana, la inteligencia. Algo no: da miedo no hallar el mecate que amarre al mono que seguimos siendo.