Cuentista, novelista, ensayista y guionista de cine el venezolano, Ednodio Quintero (Las Mesitas, Trujillo, 1947) es un solitario a la manera de Juan Rulfo y Juan Carlos Onetti. (Rulfo le dio el espaldarazo, pues con Arreola y Edmundo Valdés le otorgó un premio aquí en México).
Para definir su obra, los críticos han aplicado diversas categorizaciones: rulfiano, realismo mágico (aspecto que él se ha encargado de negar), terror, fantástico... Pero, como la de todo gran escritor, su originalidad radica en que trasciende todo intento de aprehenderla. Su obra se define simplemente por su nombre: literatura de Ednodio Quintero. Dueño de una gran imaginación, ha sabido crear una prosa que armoniza con ella. Para mí, el ritmo de su prosa es la del caballo, animal omnipresente en sus cuentos; se trata de una prosa que trota y corre, pero que también vuela. Por la aparición de Cuentos salvajes (Atalanta, 2019) realizamos esta entrevista vía correo electrónico.
—El cuento fue el género con el que accedió a la escritura, ¿desde el principio tuvo claro que así tenía que ser?, ¿exploró antes otras formas?
Podría decir que comencé a escribir cuentos y novelas simultáneamente. Recuerdo que a mis dieciocho años, recién salido del Bachillerato, escribí una novela de corte policial, que, por suerte, nunca publiqué. Y antes de la aparición de La danza del jaguar (1991), mi primera novela —un Bildungsroman de largo aliento—, varios proyectos novelescos se habían quedado en el camino, incluso uno que ya se acercaba a las 400 páginas. Publiqué cuatro libros de cuentos antes de La danza… y se me conoció entonces como un cuentista que había dado un salto a la novela. Sin embargo, el tema de géneros no me crea ningún conflicto. Soy un narrador. También escribía en una revista del liceo unos artículos que pudieran, con el perdón de Montaigne, calificar como ensayos. ¿Y la poesía? ¡Ay, la poesía! En mi adolescencia cometí algunos poemas que fueron a dar oportunamente a la papelera.
—Ha ejercido prácticamente todas las formas narrativas, desde el cuento cortísimo y hasta la novela. En particular, el cuento corto, todavía en la época en que comenzó a escribir era visto como un reto, ahora con su masificación ¿considera que el reto literario se ha perdido?
A decir verdad, nunca me planteé la escritura de cuentos cortos como un reto. Los escribía y ya. Lo que sucedió fue que después de haber escrito algo más de cien cuentos en un lapso de treinta años, digamos en modo Poe, Cortázar, Borges, Quiroga... me aburrí de pergeñar ese tipo de relatos: cuentos con un final sorpresivo en los cuales a veces el “misterio” se revela en la última frase. Comencé entonces a explorar otros territorios, la novela breve, relatos con finales abiertos. Años después incursioné en lo “autobiográfico”, lo que me ha dado por llamar esa obscena exhibición del yo. Y este último año escribo con furia relatos distópicos en los que me dejo llevar por el flujo de la narración y por las azarosas fluctuaciones de una conciencia a medio hacer. En ellos ejerzo de una forma radical mi derecho a escribir con plena libertad.
—Por el modo en cómo están organizados los textos en Cuentos salvajes, de los cortos a los extensos, parece que usted fue llevando con tiento su escritura. ¿Hasta cuándo se sintió preparado para acometer el cuento largo?
La organización de los textos en Cuentos salvajes es rigurosamente cronológica. Los cortísimos (algunos de 3-5 líneas) pertenecen a mi primer libro del que descarté más de veinte. Luego van creciendo en número de palabras. Pero ya en mi segundo libro hay cuentos más o menos extensos como “Rosa de los vientos”, “El paraíso perdido” y “Volveré con mis perros”. Más adelante aparecen cuentos breves que se alternan con los extensos. No creo que hubo un momento cuando me dije: ahora sí puedo abordar un cuento largo. Quizá “Cabeza de cabra” responda a esa inquietud, pero aquí más que la extensión lo que surge como novedad es la manera en que el lenguaje se enriquece y se entrecruza en la narración. Me parece que a partir de este relato encontré mi propia voz; aunque suene pretencioso, un estilo propio.
—Los críticos han señalado la presencia de Juan Rulfo en su obra, pero como con el realismo mágico, creo que es incorrecto. ¿Qué aspectos de la obra de Rulfo destacaría; prefiere al cuentista o al novelista?
No se lee impunemente a un escritor tan poderoso como Rulfo. Sin embargo, en mi caso habría que matizar. Curiosamente, lo que me une a Rulfo es el entorno árido y salvaje de su territorio, y el ambiente violento y rural donde se mueven sus personajes, similar al “lugar agreste de la alta montaña” donde nací y permanecí hasta los seis años. Pero el lenguaje de Rulfo, de una admirable perfección, sobrio y contenido, esencial como el de un asceta, es inimitable. Entre el Rulfo cuentista y el novelista no encuentro diferencias.
Por cierto, tuve la suerte de conversar con el maestro Rulfo. Se trata de una anécdota que nunca había contado en una entrevista. En 1972, la revista El cuento, de México, me concedió el Premio Anual de su concurso por un par de cuentos, “El caballo amarillo” y “La puerta”. Los jurados fueron Juan Rulfo, Juan José Arreola y Edmundo Valadés, director de la revista. En diciembre de 1976 viajé a México con mi esposa, y don Edmundo Valadés nos invitó a comer a su casa. Antes de que nos sentáramos a la mesa, don Edmundo se movía nervioso hasta otra habitación donde hablaba por teléfono. Al fin se calmó y nos dijo que el maestro Rulfo había sido invitado a esta comida pero que la noche anterior se excedió con los tragos y había amanecido destruido. Que se disculpaba con el maestro Quintero. Y ahí mismo me pasó el teléfono pues el maestro Rulfo quería saludarme. Hablamos unos siete minutos. Puedes imaginar mi felicidad.
—El manejo del paisaje en su obra proviene de su infancia, ¿es un modo de recuperarla?
Quién sabe. Lo que percibimos con nuestros cinco, o seis, sentidos en la infancia, es decir antes de la adquisición del lenguaje, marca de forma indeleble nuestra psiquis. Y aflora en cualquier momento como nostalgia por el paraíso perdido. Los parajes de la región de los Andes donde nací son potentes y abrumadores como gigantes dormidos, muy distintos a la idea bucólica que se puede formar por ejemplo un europeo que contemple una postal. Similares al Nepal, como me lo señaló una amiga, escritora argentina, Blanca Streponni, que se había aventurado por aquellos territorios.
A propósito de “nostalgia”, el insigne pensador francés Pascal Quignard recuerda en Abismos. Último Reino III (2015) que de la suma en griego de nostos (retorno) y algos (sufrimiento) se obtiene nostalgia. Una enfermedad determinada por un médico llamado Hofer en 1678. Tal vez la evocación a través de la escritura de aquellos paisajes perdidos nos devuelva a la infancia, la única edad en la que fuimos felices de verdad.

—Siento que la manera en que lo trabaja está más cerca de los románticos alemanes, ¿estaría de acuerdo?
La idea me encanta. Creo que no lo había pensado antes. Se nota que usted leyó a fondo Cuentos salvajes. Siempre he tenido una especial debilidad por ese período, en particular por la pintura de Caspar David Friedrich. Todavía conservo un poster de Friedrich que adquirí hace años en un museo de Alemania. Cuando joven leí a Hoffmann y Novalis, y, por supuesto a Goethe; sin embargo, pienso que la única huella de aquel importante movimiento cultural en lo que he escrito aparece, como usted sugiere, en el tratamiento del paisaje.
—Usted ha confesado que Samuel Beckett es su escritor favorito, pero al menos en Cuentos salvajes no encuentro su huella. ¿Podría explicar qué herramientas literarias obtuvo de él? ¿Cuáles son sus libros favoritos de Beckett?
Sí, Beckett y Kafka siguen siendo mis escritores predilectos del siglo XX. A Beckett lo admiro como a un dios, pero esto no quiere decir que su escritura necesariamente me haya influido, aunque pienso que de alguna manera sí lo ha hecho. Disfruto con verdadera pasión releer Molloy. Siempre que puedo recuerdo lo que Beckett dice y lo repito como un mantra: “Escribí Molloy y lo que sigue el día que comprendí mi estupidez. Entonces me puse a escribir las cosas que siento”. Esa es la mejor enseñanza que he recibido alguna vez: escribir lo que se siente. ¿Mis libros favoritos de Beckett? Podría decir que me gustan todos, pero dado a elegir me quedaría con su trilogía en francés: Molloy, Malone muere y El innombrable. Me encanta Belacqua en Dublín, una de sus primeras novelas, cuando Beckett escribía bajo la sombra de Joyce.
—Ha señalado que el papel de la mujer en su obra es el de un medio para adquirir conocimiento. Hay algunas que resultan inolvidables en Cuentos salvajes, como Laura; pero con esa especie de ménades que protagonizan el cuento "Las furias", no estamos en el plano del conocimiento sino del terror.
Ihara Saikaku, un famoso escritor japonés del siglo XVII, escribe al inicio de su sensual novela Vida de una cortesana lo siguiente: “Una mujer bella destruye la vida como un hacha”. Creo que en ese ámbito se mueven los personajes femeninos de mis cuentos, y en particular los de mis novelas. Amor fati, en todo caso. En “Las furias” quise homenajear un cuento de mi admirado Boris Vian, y lo mezclé con las leyendas andinas de las lagunas encantadas.
—Háblenos de su japonismo, qué autores de ese país están presentes en su obra. ¿Los cuentos fantásticos de Lafcadio Hearn lo influyeron?
Yo lo llamo mi pasión nipona. Y nació a mis diecisiete años cuando vi una versión gringa de Rashõmon, la famosa película de Akira Kurosawa basada en un par de cuentos de Ryunosuke Akutagawa. Curiosamente, cincuenta años después escribí Akutagawa, el elegido, una biografía del genial narrador japonés. ¿Autores japoneses presentes en mi obra? No sé si me corresponde decirlo. Una docena o más, supongo. Tanizaki, Kawabata, Akutagawa, Dazai, Mishima, Kôbô Abe, Kenzaburo Oé e incluso Haruki Murakami y Banana Yoshimoto. He colaborado con Ryukichi Terao en la traducción al español de trece libros de autores japoneses, que incluyen varios de los citados. Quisiera pensar que la influencia más notable fuera la de Kôbô Abe. Por cierto, fue en México donde descubrí la obra de Kôbô Abe. En el viaje que hice a finales de 1976 tuve la inmensa fortuna de conocer al eminente artista plástico y traductor del japonés, Kazuya Sakai, quien tuvo la amabilidad de regalarme la excelente traducción que hizo de La mujer de la arena de Kôbô Abe.
Creo que los cuentos fantásticos de Lafcadio Hearn no pasan de ser curiosidades. Además, mis lecturas de esos cuentos fueron tardías. Dentro de ese género prefiero las maravillas de Ueda Akinari, del siglo XVIII. En general, mi idea de lo fantástico apunta hacia el extrañamiento, excluye lo fantasmagórico. Nunca me han satisfecho los cuentos de aparecidos.
—Dice que "El corazón ajeno" es para usted "una novela en miniatura". ¿Qué es para usted una novela en miniatura?
Aunque se asocia con la nouvelle, o con la noveleta, como la llamé en otra oportunidad, la novela en miniatura es una narración concentrada a la manera de un relato que en su brevedad contiene todo un mundo. En 2010 publiqué El arquero dormido: cinco novelas en miniatura, que incluye “El corazón ajeno”. En el corto prólogo, luego de un intento de definición apunté lo siguiente: “…la aspiración del escritor de novelas en miniatura debe ser la misma de aquel pintor chino que pretendía representar un mundo en un grano de arroz”.
—Se menciona la presencia de Antonio Ramos Sucre en su estilo, ¿existe esta influencia?, ¿a qué otros autores venezolanos admira?
Desde que leí a Ramos Sucre quedé impresionado por su extraña y esotérica escritura. Quisiera creer que su prosa única, original, y me atrevería a decir de una manifiesta posmodernidad (aunque salte algún crítico), amén de sus temáticas oscuras, sombrías y barrocas, me ha influenciado. Quién sabe hasta dónde. El autor venezolano que más admiro, por encima de todos, de cualquier época o género literario, es Victoria de Stefano.
ÁSS