PASIÓN POR EL PELIGRO
No estoy en este trabajo por cuestiones de ego. Simplemente es mi oficio, mi pasión. Es lo único que quise ser en la vida porque mi papá fue el primer camarógrafo de noticieros. Entonces, desde que estaba chico y lo veía con su aparato, yo quería ser eso. No es ego sino una fuerza que me impulsa y que va más allá de la razón. Cuando vi por televisión que ardían las Torres Gemelas, tomé mi pasaporte y llegué con Nacho Lagunes, mi jefe inmediato: “Señor me voy a Nueva York”. Aunque Nacho insistía en que no se podía volar yo sabía que no había nada que me impidiera llegar. Nunca entendí éste llamado de los conflictos que me llevó a actuar por instinto. Por fortuna, la decisión se tomó pronto y todavía tarde 48 horas en llegar a Nueva York. En avión a Monterrey, auto hasta Dallas, otro vuelo Dallas-Cleveland y de ahí 12 horas manejando hasta la Gran Manzana.
IRAK EN LA HORA CERO
Siempre que asistí a un conflicto bélico sabía que iba a estar cabrón, pero no me podía rajar. En Irak, por ejemplo, supimos que los de CNN rentaron dos cuartos en el Hotel Palestina y entonces nos les pegamos, ya que nos sabíamos seguros junto a ellos. Pero cuando vimos que americanos, británicos, la CNN y la NBC empacaban sus maletas para irse, nos preocupamos: sin ellos, ¿quién nos cubriría de las bombas? A su partida se sumó la de un libanés, soldado en Beirut y con experiencia en otras guerras, quien parecía inamovible hasta que recibió una llamada de su casa donde le informaron que su madre estaba muy enferma por tener a su hijo en la guerra. Su familia le rogó que saliera y su hermano, traductor de noticias de las ONU, le confió “soltarán gases tóxicos”. El amigo libanés salió de su habitación llorando y pidiendo perdón por su partida. En ese momento, otros más, traductores, reporteros, camarógrafos, productores, tomaron la decisión alejarse también. Hubiese sido interesante grabar aquellas charlas y las razones de cada quien para quedarse o huir. [OBJECT]
DESPEDIDA
Nos quedamos unos pocos y la mayoría partió bajo la versión de que nos iban a gasear. Estaba seguro de quedarme y consciente de que eso me podía costar la vida. El día que comenzaron los bombardeos hablé con mi esposa: “Esto está muy grueso y tengo pocas posibilidades de salir”. Me despedí de ella. “Dile a mis hijos que estoy muy orgulloso de lo que hago, dile a mis papás que me perdonen. Y tú, eres una mujer maravillosa, eres joven, rehaz tu vida”. Aunque ella me decía que no le dijera eso, sentía que debía hacerlo porque la vibra de ese momento era bien cabrona.
LA HORA DEL MISIL
Los reporteros mexicanos vivíamos en la planta 16, los de Reuters en la 15 y el amigo español José Couso en la 14. Yo filmaba un tanque que nos disparaba y que de repente se quedaba quieto. Como ya no tenía mucho tiempo en mi casete, entonces lo grababa 20 minutos y lo regresaba. En un momento me cansé, corté y me metí a la otra habitación. Al minuto todo estalló. Cuando regreso a mi habitación la encuentro llena de vidrios con mi cámara en llamas. Enseguida le informo a Lalo Salazar que nos estaban atacando. Sentía que iban a volver a atacar, así que había que bajar y correr. Cuando llego al lobby miro que bajan a José Couso en un colchón con la pierna derecha destrozada, el hígado o el riñón colgando y sin mentón. Me lo llevé al hospital sin importarme los bombardeos. Él era mi hermano y sé que hubiera hecho lo mismo por mí.
PINCHE COUSO
Le fui hablando de Lola, su esposa, de sus hijos; lo obligaba a que le echara muchas ganas. Le susurraba: “Pinche Couso, le tienes que echar un chingo de huevos cabrón”. El me exigía: “Álzame la cabeza, no puedo respirar, no me entra el aire. Le di un puñetazo al vidrio de la ambulancia para romperlo y que le entrara el aire. Le cerré los ojos y le limpié sus anteojos. “Ya puedo respirar mejor”, dijo. Hallamos espacio y sangre de su tipo hasta el segundo hospital. En ese momento declararon muerto al camarógrafo de Reuters, a quien tapé para que Couso no lo viera. Un fotógrafo francés lloraba como un bebé pero aún así sacó al muerto para que el español mal herido no se enterara. Cuando metimos a Couso al quirófano, le sentencié: “Cabrón, échale ganas, piensa en Lola y en tus hijos”. No dudo que le haya puesto empeño pero de poco sirvió: murió en el quirófano.
LECCIONES EN EL ALMA
La guerra de Irak fue muy difícil para mí, de verdad volví con muchas lesiones en el alma y al volver dudé si regresaría a otro conflicto similar. Periodísticamente hablando fue lo más importante que me ha pasado, pero se convirtió en una tragedia familiar por lo de mi hermano Couso. ¿Cómo es que lo quise tanto en tan poco tiempo? Porque en una guerra te hermanas. Solo las personas que están ahí en medio saben lo que es tener a un amigo al lado. El reportero de enfrente se convierte en tu hermano, la reportera de allá es como tu mamá. Alguien más le llora a él, o alguien llora contigo y se refugia en ti y te dice: “Oye, es que extraño a mi esposa, a mi hijo o mi hija”. Es en ese momento cuando me dobla la emoción y también les cuento mi historia.
CONTAR LA HISTORIA
La última semana estuve muy deprimido. Me la pasé viendo muchas muertes de gente inocente y, poco antes de que falleciera, José Couso me sacó de la depresión. En la ambulancia me decía: “Siéntete orgulloso de lo que estás haciendo, somos afortunados. Esta guerra no la están contando ni los americanos, ni los británicos. La estamos contando los latinos. Nosotros sí tenemos huevos, tío; siéntete orgulloso, cuántos periodistas en el mundo quisieran estar aquí”. Qué razón tenía. Tres pinches mexicanos, un argentino, varios franceses, unos italianos y los españoles. Los únicos que contamos esa historia.
LO QUE NO SE VIO
Después de la muerte de Couso me dolió mucho ver mi cámara quemándose. Los dos anhelábamos filmar cuando el pueblo derribara las estatuas de Sadam, cuando asaltaran los palacios. Lo vimos venir. Y cuando sucedió, mi cámara se había quemado. Era lo que más quería hacer, mi culminación de esta guerra, cuando la gente se sublevara. No me quedó otra que sentarme y ver. A esa sensación se sumaban los rumores de que los fedayines del servicio de inteligencia iraquí venían por nosotros y nos iban a matar. Cuando llegaron los estadunidenses casi les aplaudimos, pues sabíamos que con ellos nuestras vidas estaban a salvo. Aunque un día antes ellos mismos nos bombardearon. ¡Qué contradicción!
MALOS MOMENTOS
Cada conflicto al que asistí me dejó marcas que nunca pude borrar. De Kosovo nunca olvidé a una niña completamente quemada de su cara y brazos, amarrada a una camilla, preguntando por su mamá y su hermano, ambos muertos. Ahí quedó como prisionera de los serbios y supe que a esa niña le iría muy mal en la vida; siempre me deprimía acordarme de ella. En Afganistán, estábamos en un lugar al norte de Kabul, haciendo reportajes con Alberto Peláez a 15 grados bajo cero y con la nieve cayendo; nunca había sentido tanto frío en la vida. Fuimos a un campo de refugiados donde para dormir, clavaban en la tierra dos palitos y luego ponían un plástico; así pernoctaban en condiciones infrahumanas. Ahí una señora me regalaba a su hijo; lo hacía para salvarlo de la muerte que los rondaba. Esa vez regalé dos chamarras que me gustaban mucho.
LA GUERRA EN CASA
Una semana después de volver de Irak, iba por el Eje Central y de repente una moto se me cerró. Al frenar se bajaron dos tipos y me comenzaron a amenazar, buscaban asaltarme. Y entonces pensé; no por favor, vengo de librarla en Bagdad como para que me maten ahorita en el Eje Central. A veces creo que el mismo peligro de una guerra es el existente en la Ciudad de México. Hay quienes salen de sus casas y los matan en la esquina. A veces creo que me da más miedo estar en el Distrito Federal que en Medio Oriente.