Las yeguas desbocadas recuerda el comienzo de Ana Karenina: “Todas las familias felices se parecen entre sí; las infelices lo son cada una a su manera”, dice Tolstoi.
La voz de Sofía, uno de los personajes emblemáticos de Guadalupe Loaeza, su álter ego desde los años 80, cuando comenzó a escribir en el periódico Unomásuno, murmura o grita o calla las particularidades de su familia; una familia infeliz, disfuncional, donde la solidaridad, cuando aparece, se da a cuentagotas y la madre se erige dictadora, con todos los prejuicios y todas las pretensiones de quien no acepta su realidad y sueña hasta el delirio con todo aquello que no tiene, sobre todo dinero, para disfrutar plenamente los privilegios de la clase social a la que siente pertenecer o a la que perteneció y añora con absurda desesperación.
La novela de Guadalupe Loaeza es una crítica al mundo de apariencias de la burguesía mexicana. Pero es también un retrato de una Ciudad de México que solo existe en la memoria de los que la vivieron y en las páginas de algunos libros, de novelas como La región más transparente, de Carlos Fuentes, en los textos autobiográficos de José Luis Cuevas, en las crónicas de Carlos Monsiváis o Vicente Leñero, en películas como Los caifanes, de Juan Ibáñez, donde la urbe nocturna se revela súbitamente a una pareja de novios de clase alta, guiada por un grupo de jóvenes proletarios con un sentido del humor desesperado y transgresor.
“Me llamo Sofía, tengo 15 años y odio al mundo”. Esa es la primera frase de Las yeguas desbocadas, intensa, directa, dolorida. Son los años 60 y Sofía es alumna de una escuela de monjas. Es una adolescente curiosa, impulsiva, impertinente, tal vez. Un día les cuenta a sus inocentes compañeras que los bebés no llegan con la cigüeña de París, como ellas creen, sino que son resultado de algo más simple y prosaico: de que el papá deposite un frijolito en la mamá. No tienen que estar casados para que eso suceda, les aclara: “Lo único que se necesita para recibir el frijolito es que la futura mamá abra las piernas con mucho amor”. Esta revelación le cuesta la condena de sus compañeras que la escuchan como si fuera la confesión de una asesina serial; le cuesta también la expulsión del colegio y los insultos de su madre, siempre prendida al teléfono y pendiente de los chismes de la alta sociedad, incapaz de comunicarse con su familia, a la que impone drásticamente sus decisiones, sin importarle si están o no de acuerdo. Para ella solo es importante lo que ella piensa.
En esta novela, Guadalupe Loaeza va más allá del bosquejo de las niñas bien y sus costumbres. En ella aparece la angustia de una niña —amiga de Sofía— acosada sexualmente por su propio hermano, o el morbo de los confesores que desean conocer con detalle la vida íntima de las devotas, sobre todo si son jóvenes. Aparece el clasismo, con la servidumbre mal pagada y humillada con cualquier pretexto, motivo de comentarios sarcásticos.
El papá de Sofía es un hombre bueno, pero sin carácter, totalmente dominado por su esposa. “Ha de ser horrible —piensa Sofía— estar casado con una mujer que se queja todo el día por la falta de dinero, una esposa que habla a todas horas por teléfono. Y ha de ser horrible ser papá de siete hijos ‘sin dote’, como dice mi mamá”.
Son seis mujeres y un hombre. Él es el consentido, en quien se fincan las esperanzas de la madre. Las hijas son para ella un dolor de cabeza, por sus gustos, sus novios y sus “descalabros” —como se decía en aquellos años cuando la virginidad parecía el único patrimonio de las mujeres y los embarazos antes del casamiento significaban la deshonra de la familia entera.
Sofía es una andariega, observadora atenta y memoriosa. Recorre las calles de las colonias Juárez y Cuauhtémoc, viaja al Centro; nombra comercios y personajes, reconstruye escenarios, consigna programas de radio y televisión. Son los tiempos del presidente Adolfo López Mateos y México se abre, tímidamente, a la modernidad, con su Zona Rosa llena de restaurantes, cafés y galerías donde pululan intelectuales y artistas mexicanos y turistas hermosas. Es —dice Sofía— como el Barrio Latino de París.
Las yeguas desbocadas es un homenaje a la Ciudad de México. Recuerda al Chácharas, el anticuario más famoso de La Lagunilla, capaz de conseguirles a sus clientes los objetos más valiosos y sofisticados. Recuerda a los cronistas de la aristocracia mexicana: Agustín Barrios Gómez y al Duque de Otranto, autor de la columna “Los 300 y algunos más”, en la que toda la alta sociedad deseaba ser incluida. Y recuerda también la visita del presidente John F. Kennedy y su esposa Jackie a México, en una época en que nuestro país y el vecino del norte parecían encaminarse a una relación más justa y amable.
En un mundo egoísta, Sofía, quien comienza a experimentar los fragores del deseo, es la única solidaria. Un personaje entrañable, amoroso, cuyo carácter contrasta abiertamente con el de su madre y quien la sonrisa permanece, pese a todas sus decepciones y caídas.