Cuando nacemos, quizá la única certeza es que vamos a morir. Y cuando llegue ese momento la mayoría desea que ocurra rápido y sin dolor. Se le teme a la muerte cuando lentamente arrebata partes del cuerpo e independencia. Y si no hay otra vía que soportar el dolor, hay quienes optan porque el telón de su vida caiga.
Gerardo de la Torre (Oaxaca, 1938) ha construido una espléndida novela sobre la eutanasia. La muerte asistida tiene lugar en estas páginas de una manera envolvente y reflexiva, cinematográfica y detectivesca, analítica e inquietante. Con solidez narrativa formula una atractiva historia, en donde tienen lugar el desasosiego, el dolor, la depresión, la amistad fraterna, el desamor y la perspicacia.
A Mercedes, pareja del doctor Damián Miranda, le diagnostican cáncer terminal y sabe que sus días están contados. Aunque le prescriben un tratamiento de quimioterapia, no hay una solución para que vuelva a tener vitalidad. Entre el dolor y la incertidumbre, lo único que quiere es morir. Damián Miranda está relacionado con la práctica de la eutanasia y ahí comienza el estremecedor relato.
El psiquiatra Javier Iribarren se vuelve un amigo entrañable para Damián Miranda, quien le cuenta sus cuitas amorosas y su inquietud por saber cómo murió Marcos González, un paciente que llegó al Hospital de Pemex con muchas partes del cuerpo quemadas (incluyendo el pene) y que pide a los médicos que lo ayuden a terminar con su deplorable vida.
No todo es ficción en la novela. De la Torre rescata la figura de Jack Kevorkian, un patólogo estadunidense que ocasionó controversia porque aplicó la eutanasia a 130 pacientes. Su lema era: "Morir no es un crimen". En 1999 fue sentenciado a una pena de 10 a 25 años por homicidio e indultado por razones de salud, en 2007. Kevorkian creó un método para los enfermos terminales que consiste en la inhalación de monóxido de carbono; también desarrolló la "máquina del suicidio", que permitía a un paciente inyectarse por sí solo una dosis letal de potasio y cloruro.
La amistad entre Iribarren y Miranda deriva en un duelo de miradas, pesquisas, largas sobremesas y confabulaciones; hay veces que cuando se citan para comer, uno de ellos tiene una confesión categórica que hacer y ese tipo de revelaciones hace que su afecto con el tiempo se vuelva entrañable. La evolución del personaje se debe a la complicidad: el doctor Miranda no es el mismo antes y después de que conociera a Iribarren.
Acaso los personajes que intervienen en la novela comparten la visión del filósofo Henri Roorda cuando reflexiona: "Amo enormemente la vida. Pero para gozar del espectáculo hay que ocupar una buena butaca".