Cosa curiosa, los eventos de escritores no se prestan nada a esto de escribir. Caminando por los pasillos de la FIL me rodea el murmullo de escritores hablando, una bola de seres que pasamos la mayor parte de nuestro tiempo en una relación intensa pero callada con las palabras, de pronto aquí estamos perorarando a diestra y siniestra, montando en un altavoz toda la ropa sucia de nuestra intimidad verbal, como que tenemos ganas de que el vecino nos sepa todos los secretos. Aquí andamos, hablando de escribir. Hablando de lo que un escritor debe ser, lo que un artista debe ser, y debe ser, vamos decidiendo y declarando con absoluta (si a veces impuesta) seguridad, puras contradicciones: un escritor debe hablar solo de lo que entiende y es muy suyo; un escritor debe atreverse a describir puras cosas que jamás ha visto. Un escritor debe ser honesto, personal, íntimo; también camaleónico, invisible, inventado, misterioso.
Debe ser desordenado, desorbitado, consistente, memorioso, útil, simpático. Trabajador o inspirado, misántropo y sufridor, alegre y dispuesto a comerse la vida. Terribles, locos, ordinarios, inconscientes. Los pongo todos juntos y concluyo (de manera súper original) que hablamos de lo que cualquier persona puede ser para ser cualquier cosa: fotógrafo, ingeniero o albañil. Es claro (supongo que incluso para nosotros, ¿sobre todo para nosotros?) que cuando hacemos declaraciones sobre estos asuntos no revelamos lo que opinamos del oficio y quienes se dedican a él sino de nuestra propia personalidad, la que tenemos o la que queremos adoptar. Porque gran parte de la respuesta al insoportable “¿Quién eres? ¿Por qué escribes? ¿Qué es esta historia que nos traes a leer?” quizá está en nuestras aspiraciones más que en nuestra realidad.
Yo de pronto me descubro en la obligación delirante y egomaniaca de reseñar de manera elocuente, de preferencia elocuentísima, mi relación con el quehacer de escribir, la responsabilidad de mis letras y demás cosas padres. Como una novia recién adquirida quedando bien con los suegros, me cacho hablando de la relación armoniosa que tengo con eso de poner una palabra frente a otra. Que si la fantástica náusea de la página en blanco me persigue y me llama; que si paso tardes enteras reflexionando en torno al frecuente uso de la letra E. Y no es que no sea verdad, es que de pronto creo que no hay que andarlo diciendo, no vaya uno a echar a correr al novio.
Pero aquí va, porque aquí por escrito, en silencio, me sale mejor que allá afuera, en voz alta. Mi relación con la escritura no es más que irremediable. Mis padres se han hecho con ella quienes son y con su ayuda hicieron la parte nuestra que les tocaba hacer. Mis familiares citan la mala ortografía como un defecto de carácter. Mis novios han sido expertos en mandar cartas desgarrados o desgarradores, llenas de cosas que jamás dirían en voz alta. Mis amigos escriben frases largas y bien pensadas cuando mandan un mensaje por Facebook. En mi entorno la escritura es la forma más precisa y bienvenida de relacionarse con el mundo.
El asunto no se trata de mi relación con la escritura tanto como se trata de su relación conmigo. Me informa el paso siguiente: toda la vida de pronto he hecho cosas nada más para ver si me daban algo que contar; me ha dado por enamorarme de alguien porque tiene un gesto que sería un reto poner por escrito; me he atrevido a hacer varia barbaridad con gana de contarla después, mucho más que de vivirla. Imaginarme cómo quedarían escritas es un vicio que pasa por todas mis interacciones.
Me queda muy cerca. Yo creo que igual que al resto de los integrantes del murmullo. Será por eso que andamos hable y hable de ella.
JOS