Ferruccio Busoni (1866–1925) sueña con música profunda e inmensa que avance entre la brutalidad y el reposo para promover terror y esperanza, serenidad y angustia en los corazones humanos. Música contradictoria y oscura, sutil y exagerada, mística y estruendosa, con el poder de lacerar y sembrar destrucción para luego reconstruir y sanar.
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Aunque nace en Italia (Empoli), Ferruccio Busoni se considera alemán. Alemania es el país de su madre y él adora a su madre (Anna Weiss, pianista virtuosa a la que Liszt auguró un prometedor futuro que nunca se concretó); a ella le dedica su primera obra (un Stabat Mater que compone y dirige a los 12 años) y por ella, durante la adolescencia, se hace llamar Ferruccio Weiss–Busoni. El alemán es el idioma en el que piensa, canta y reza, el idioma en que le pide a Gerda Sjörtrand, la hermosa hija de un escultor sueco, que sea su esposa.
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El matrimonio le gusta a Busoni. Lo estabiliza y le permite organizarse. Su dedicación a la música es absoluta: como intérprete (transcribe al piano obras de Bach y escribe cadencias para conciertos de Mozart, Brahms y Beethoven), como director (difunde la obra de compositores innovadores: Schönberg, Stravinsky, Nielsen y Debussy), como pensador futurista (en sus ensayos, publicados en 1907 con el nombre Apuntes sobre una nueva estética musical, pronostica el surgimiento de la electroacústica) y como maestro (Béla Bartók, Edgard Varése y Kurt Weill fueron alumnos suyos).
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Aunque para él lo más importante es componer. Y muchas veces no puede componer en su casa, sobre todo si su esposa está cerca. El problema es que Gerda es una mujer adorable: lo mima, le lleva comida y pregunta cosas prácticas (“¿hoy cenamos salmón o carne de vaca?”), y Busoni no puede resistir la tentación de besarla. Por eso necesita aislarse, y se aísla en Londres, Berlín o Viena. Aprovecha las vacaciones de verano y compone sin descanso durante semanas recluido en cafés o en su cuarto de hotel. Por las noches le escribe a Gerda apasionadas cartas en donde le explica la gestación de sus obras, en las que busca invocar a “todas las experiencias del pasado y a todas las experimentaciones actuales”. Son obras revolucionarias cuyos ritmos trascienden las limitantes del compás y provocan la necesidad de crear un nuevo sistema de notación. Obras de ambición descomunal.
Como el Concierto para piano y orquesta con coro masculino, que propone —en cinco movimientos que duran hora y cuarto— un mundo de vigorosa fantasía, abierto hacia la magia; de visiones y continuos estallidos sensuales que culminan en diversos tipos de clímax: líricos, pasionales, extáticos, contemplativos, depresivos, místicos e imaginativos. Y al llegar al movimiento final, tras una hora de intensidades, cuando todo ha sido agotado en la orquesta (colores, dinámicas, exploraciones melódicas, atrevimientos rítmicos, timbres y variaciones), de pronto los hombres cantan: graves voces masculinas que no deben verse (Busoni pide expresamente que el coro esté fuera de escena) vibran inesperadamente en el teatro. Las palabras que cantan (un fragmento del “Aladino” de Las mil y una noches en la traducción alemana de Adam Oehlenschlaeger que invita a los corazones a elevarse hacia el poder eterno) resultan intrascendentes ante el sonido de la voz humana: fantasmal, hipnótico, que infunde una extraña paz espiritual en las almas; un sonido que propone, cuando todo parecía haberse agotado, un nuevo tipo de esperanza.
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O como Doktor Faust, su cuarta y última ópera, en la que Busoni (quien escribe música y libreto) trabaja en secreto —Gerda es la única que conoce el proyecto— durante una década (1914 a 1924) y muere sin haberla terminado (queda pendiente el último monólogo, cerca de 100 compases que completa Philip Jarnach, su discípulo, en 1925) aunque con el final —síntesis del pensamiento busoniano y una de las cumbres en la historia del arte lírico—trazado: Fausto entra en el círculo mágico y transfiere su personalidad al cadáver de su hijo; del niño muerto surge un adolescente desnudo en la nieve que continuará la existencia de Fausto, quien a través de la voluntad encuentra en sí mismo, por sus propios medios, el fundamento de la vida eterna.