Cuando, durante la guerra, siendo aún un niño, me mandaron a un internado, me invadió una sensación de confinamiento e impotencia, y lo que más deseaba era movimiento y poder, libertad de movimiento y poderes sobrehumanos. Disfrutaba de ambas cosas, al menos durante un rato, cuando soñaba que volaba, y, de una manera distinta, cuando iba a montar a caballo por el pueblo que había cerca de la escuela. Adoraba el poder y la agilidad de mi montura, y todavía puedo evocar sus movimientos desenvueltos y ufanos, su calor y el dulce olor a heno.
Pero, sobre todo, me encantaban las motos.
A medida que uno se hace mayor, los años se confunden y se solapan, pero 1972 permanece nítidamente grabado en mi memoria. Los tres años anteriores habían sido de una tremenda intensidad, entre los despertares y las tribulaciones de mis pacientes; una experiencia así no se da dos veces en la vida, y generalmente ni una. Su trascendencia y profundidad, su intensidad y alcance, me llevaron a pensar que tenía que articularla de alguna manera, pero no se me ocurría una forma apropiada, una forma que combinara la objetividad de la ciencia con la intensa sensación de camaradería, de proximidad que tenía con mis pacientes, y el puro prodigio (y a veces la tragedia) que todo aquello suponía. Entré en 1972 con un acusado sentimiento de frustración, la incertidumbre de si alguna vez encontraría una manera de ensamblar mis experiencias y darles una unidad y forma orgánicas.
Mi madre era una narradora nata. Les contaba historias médicas a sus colegas, sus alumnos, sus pacientes y sus amigos. Y nos había contado —a mis tres hermanos y a mí— historias médicas desde que éramos pequeños, historias a veces macabras y terroríficas, pero siempre evocadoras de las cualidades personales, de la valía y el valor especial del paciente. También mi padre era un gran narrador médico, y la manera de ambos de asombrarse ante los caprichos de la vida, su combinación de una mentalidad clínica y otra narrativa, se había transmitido con gran fuerza a todos nosotros. Mi impulso de escribir —no de escribir narrativa ni poemas, sino de atestiguar y describir— parecía proceder directamente de ellos.
**Traducción: Damián Alou