Cuando en la primavera de 2008 faltaban unos días para conmemorar el décimo aniversario luctuoso de Octavio Paz, llamé a su viuda para pedirle una entrevista. Estaba seguro de que una mujer que había vivido y vivía para él podía humanizar a través de sus recuerdos al tótem cultural de México. “¿Qué le hace pensar que yo doy entrevistas?”, me espetó desde el estudio de su casa. “Además, estoy muy ocupada justamente con lo del aniversario de la muerte de Octavio. Es que son muchas cosas. Llámeme la próxima semana”, me pidió antes de colgar. En la siguiente llamada me dijo que quería ver las preguntas antes de reunirnos. Le contesté que eso no era posible y que, a lo mucho, podía enviarle una lista de temas. “Mándemela”, ordenó. “Por correo postal”.
Pasaron los días, pasó la fecha exacta de la efeméride y cuando marcaba su número de teléfono el aparato sonaba y sonaba sin que nadie lo descolgara. Una mañana, cuando menos lo esperaba, sonó el mío y era ella. “Su lista de temas es muy larga, es como un guión para escribir mis memorias, ¡todo un libro de muchas páginas! ¿Cómo se enteró de tantas cosas? Mire: no tengo tiempo de responder a todo, pero vamos a vernos para escribir un texto sobre mi encuentro con Octavio, ¿le parece? Y si me equivoco, me corrige y me ayuda. Es que, cuando escribo, lo hago en francés. Pero con usted lo haré en español y quizá tenga algunas fallas”.
Marie-José Paz hablaba en “mexicano” pero con un repiqueteo de sonidos guturales franceses. Tenía una cara risueña que daba la impresión de estar en paz consigo misma. Su personalidad era fuerte, pero discreta. Su actitud, tierna y maternal pero muy directa. Era serena y afable. Entre sonrisa y sonrisa disfrutaba dejar al interlocutor en espera de más detalles sobre su historia. No era Scherezade pero manejaba con habilidad el arte de contar. Me acordé de todo esto hace unos días, al encontrarme su obituario mientras hojeaba la edición sabatina del diario ABC.
Durante dos tardes de hace ya más de diez años, nos sentamos en un café del barrio de Polanco. Marillò dijo que iba con frecuencia ahí a leer los periódicos o un libro o a revisar documentos. “Es un lugar muy tranquilo y fresco, lleno de luz. No me gusta estar encerrada todo el tiempo en casa”, dijo antes de pedirle a su chofer que volviera por ella “a la hora de siempre”.
Cuando llegué, ella tenía la mesa repleta de hojas y pedazos de un sobre amarillo colmados de letras, con algunas palabras o frases tachadas. Había estado escribiendo con plumones de punto fino. Verdes, marrones, rojos. Se había terminado un helado de vainilla y chocolate y tenía frente a ella una copa con agua. Me dijo que quería escribir un poco más y que lo mejor sería que volviera dentro de media hora. “Vaya a dar una vuelta”, me indicó con una sonrisa.
Volví pasados los treinta minutos exactos y, al verme, me espetó: “pues todavía no termino, pero será mejor empezar”. De aquellos dos encuentros saldrían una larga entrevista-perfil y su texto, “contundente y poético”.
Aquella tarde, mientras la compañera del Nobel trababa de poner en orden sus papeles, soltó:
—Yo escribía antes, ¿sabe? Cuentos. Octavio me los tradujo y algunos los publicó en Plural. Yo tenía un seudónimo. ¿Cuál? Quizá un día se lo diré... Luego ya no escribí. Para qué, si estaba al lado de un gran escritor. Varias veces Octavio me decía: “Eres muy perezosa. Escribe, publica”.
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—¿Cuántos años tenía cuando me casé con Octavio? ¡No voy a decirle mi edad! Pero era muy jovencita, más joven que él, ¿eh?
La historia de Marie-José y Octavio es muy “literaria”. Se conocieron un día de 1962 en una recepción diplomática llevada a cabo en una casa del barrio de Sunder Nagar, en Nueva Delhi. Octavio Paz acababa de llegar recién nombrado embajador de México. Y la atracción fue inmediata. “Yo había estudiado español en el Liceo. Primero estudiaba griego, pero luego, no sé por qué, quizá otra predestinación, dije que quería cambiar a español. Y así lo hice y era muy buena, la primera de mi clase. Pero la primera vez que nos vimos Octavio yo, hablamos en francés. No sé, me sentí insegura de hablar en español”, recordaba la viuda.
Octavio Paz ya se había divorciado de Elena Garro, pero Marilló estaba casada con un diplomático francés. Así que las cosas no iban a ser tan fáciles. “En un primer momento dije: ¡no! Me asusté, era muy joven como para divorciarme, no estaba preparada. Por eso también me fui de la India, sin decirle nada a Octavio, sin dejarle mi teléfono o mi dirección”.
Meses después, en París, el destino —“porque fue eso: el azar del destino”— se reencontraron. “A mí me parecía increíble, pero para él, como era surrealista, era de lo más normal. Mi familia puso el grito en el cielo. Mi hermana me dijo: ‘Si estás enamorada, pues...’ Hablé con mi esposo y concluimos que lo nuestro ya no iba a funcionar. Y nos divorciamos. Y me fui con Octavio de regreso a la India”.
En 1996, Octavio Paz le dijo a Silvia Cherem en una entrevista recogida en el tomo 15 de las Obras completas del escritor: “La India fue para nosotros un lugar imantado. Y quien dice imán, dice atracción y dice encuentro. Veníamos de tierras distintas, ella francesa y yo mexicano, y nos encontramos en un país lejano, en el otro lado del mundo. Fue extraño encontrarnos en Delhi y aún más extraño volver a encontrarnos en una calle de París. Desconocemos las leyes que rigen a la atracción pasional pero nosotros las obedecimos y las seguimos. ¿Fatalidad? Sí y no. Siempre he creído que el amor es libre elección. Nos sentimos misteriosamente atraídos hacia una persona; sin embargo, para que esa atracción realmente se cumpla debe ser también una elección libre. El amor es un encuentro en el que intervienen tanto la fatalidad de la atracción como la libertad de la elección. En nuestro caso, el encuentro fue como una puerta que se abría hacia un paisaje desconocido. Quizás a todos les pase lo mismo”.
En 1964, Marie-José Tramini y Octavio Paz Lozano se unieron en matrimonio. Fue en los jardines de la embajada mexicana en la India, debajo de un gran árbol: un nim frondoso lleno de ardillas. Solo tres amigos íntimos fueron testigos del enlace. “En la India encontré a mi mujer, a Marie Jo. Después de nacer, es lo más importante que me ha pasado”, escribió años más tarde el también Premio Miguel de Cervantes.
Casi tres años después, la nueva pareja visitaría México para el ingreso del poeta a El Colegio Nacional. Ese fue el primer encuentro de Marilló con la tierra de su esposo. Mejor dicho, el primer encuentro físico, porque ya antes había leído ¿Águila o sol?: “una amiga polaca me regaló el libro en la India. Y me encantó, está lleno de imágenes de México”, me contó.
“Ella a tu lado —escribió Elena Poniatowska en Octavio Paz. Las palabras del árbol (Plaza y Janés, 1998)— parecía una leoncita: mechones de cabellos largos, mechones de miel de maple, de miel de abeja, color de piloncillo, de azúcar morena, esparcidos sobre sus hombros. Feliz. Felices. [...] Yo no sabía entonces que ella te daría no solo esa larga cabellera de Rapunzel, esa mata bosque-escalera-rosa silvestre, esa hiedra maciza, sino los irrecuperables segundos de su vida; no sabía que te daría su tiempo, su energía de joven asoleada, su originalidad, sus manos creadoras, su armonía, su dulzura, su capacidad de conciliación. Verdadera interlocutora, la tendrías siempre enfrente, siempre atrás, siempre a un lado. Muro de contención, muro que preserva, murito al atardecer cuando todavía hay sol, barda blanca encalada: tu piedra de sol”.
Luego vendría 1968 y los fatídicos sucesos de la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. Octavio Paz pensó que no podía representar más a un gobierno que reprimía a los estudiantes y, junto a su mujer, abandonó la embajada. Durante varios meses, Paz impartió clases de literatura en distintas universidades de Estados Unidos y Gran Bretaña hasta que en 1971 la pareja decidió volver a México. “Cuando Marie-José y yo dejamos Inglaterra —le contó el autor de El mono gramático a Rita Guibert—, partimos en barco de Southampton, pasamos por Madeira (una isla preciosa), Miami (un lugar infernal), el Canal de Panamá (lugar prodigioso por su ingeniería muy “fin de siglo” combinada con un paisaje tropical: parecía que atravesábamos por la ilustración de un libro de Jules Verne), y finalmente llegamos a Acapulco, una bahía inmensa rodeada de edificios que me recordaron a Miami. Pero un Miami más sucio y más pobre. Niños semidesnudos se acercaron al barco en canoas y se tiraron al agua para recoger monedas que les arrojaban los turistas. A ese espectáculo se unió, en la noche, el de una cruz gigantesca encendida en la roca más alta de Acapulco. Me enteré que era la tumba de un millonario. Después tomamos un autobús y, por una carretera muy buena, atravesamos un paisaje amarillo muy hermoso y llegamos a la Ciudad de México”.
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Después de vivir en varios sitios de la Ciudad de México, la pareja se instaló finalmente en un departamento muy cercano a la avenida Paseo de la Reforma. Allí encontraron, sobre todo, un buen espacio para la enorme biblioteca del escritor y otro para un invernadero. Pero de lo que más disfrutaba Marilló era de los gatos. Al que más quiso fue a Nagara, un gato que parecía tigre. “Yo me lo había encontrado tirado en la calle. Lo llevé a casa y al verme entrar con él en brazos, Octavio me dijo: ‘¡Gatos, aquí, no!’ Entonces le dije al gatito: ‘Pues nos vamos tú y yo, chiquito’. ‘¡¿Pero cómo te vas a ir por eso?! Está bien, si tanto te gusta, quédatelo’. ‘Muy bien, porque yo ya me iba’ ”.
“Una vez llegó un poeta peruano amigo nuestro y me dijo: ‘Mi hija llevó a casa a una gata y no me deja dormir, es muy inquieta, yo creo que ya quiere casarse. ¿Qué tal si la casamos con tu gato?’ Luego volvió a visitarnos pero ahora con su hija y la gata. Una gata negra, grande. Y yo pensé: ‘Ay, mi gatito tan chiquito, y esa gatota’. Nagara estaba dormido y de pronto se despertó y vio a la gata y al instante se pusieron a jugar los dos, a saltar de un lado a otro. No sé qué fue. Quizá amor a primera vista’, recordaba ella. Nagara fue el nombre japonés que el poeta Juan Almela, que también se hacía llamar Gerardo Deniz, sugirió para el gato de los Paz. “Mi gato era famoso entre nuestros amigos, hasta que se murió como seis meses antes que Octavio”.
“¿Un día normal en nuestra vida de casados? Nos levantábamos, yo leía los periódicos y seleccionaba lo que pudiera interesarle a Octavio. Eso le ahorraba tiempo. Después de bañarse, se iba a su estudio a escribir. Un estudio sin teléfono, sin fax, sin interrupciones. Eran él y su música. Siempre escribía escuchando música clásica o jazz. Era admirable su capacidad de concentración. Se metía de lleno en la escritura y la vivía. También íbamos a cenas, a recepciones, al mercado, al cine, viajábamos juntos, veíamos la tele... ¿Sabe que a Octavio le encantaban Los Simpson? A veces él me acompañaba al tenis. Yo jugaba tenis desde siempre y con Octavio tenía la libertad de hacer lo que quisiera. Y me acompañaba el pobre. Yo pensaba que se aburría pero siempre se ponía a conversar con la gente de su alrededor mientras yo estaba en la competición. Es que él era un gran charlista. Si ahora estuviera aquí, junto a usted, le haría muchas preguntas: de qué parte de México es, qué estudió, qué lee... Le encantaba la conversación, era muy curioso. Se iba con el lustrabotas para que le dejara los zapatos impecables y hablaba mucho con él. “De qué hablaban?”, le decía yo. “De todo”, me contestaba.
¿Y a su matrimonio no le hizo falta tener hijos? “Octavio y yo pensamos en tenerlos, pero necesitaba una operación que nunca quise hacerme. No obstante, ahora que veo a Salma Hayek y tantas otras tener su primer hijo a los 40, digo: “Me la hubiera hecho”. Pero nuestro amor fue tanto que parecía que no necesitábamos hijos. Teníamos tanto que hacer, tanto que compartir. Octavio era muy amable, un gran ser humano muy humano. En cambio, conozco a tantos escritores con un ego muy grande que se creen imprescindibles. Octavio impulsó a muchos jóvenes. Iban, le llevaban un libro y luego él les hablaba por teléfono para decirles lo que pensaba. Los chicos no podían creerlo”.
Los amigos de Octavio no tardaron en hacerse amigos de Marilló. Ante los ojos de todos ya no podía concebirse uno sin la otra. Elena Poniatowska apunta en el libro antes citado: “Marie-Jo provoca la imaginación. En las reuniones, los dos que conforman la pareja suelen deambular cada uno por su lado, hablar con otros, ir y venir, ‘socializar’. Centinela, guardiana, permanece a su lado. Octavio entra tomado de su brazo. Es ella la que dobla el codo para que él, confiado, repose su mano en ese hueco receptivo cubierto por la tela del vestido. Nada tiene sentido si no está a su lado. Faraónica, es Marie-Jo la que trae al hombre incrustado en su costado, al revés volteado, para que vean, a diferencia de los egipcios, cuya esposa diminuta de adhiere al gigantesco cuerpo de piedra. Octavio aclara, la contradice, se impacienta, pero si ella se aleja, la llamada no se hace esperar: ‘¡Marie-Jo!’ [...] ‘No es nada desagradable’, así enfrenta Marie-Jo gripas, insomnios, los innumerables requisitos, las extenuantes tareas, el trajín de la vida cotidiana con un hombre que recibe 50 cartas diarias, telefonazos y faxes de todas partes del mundo, invitaciones a conferencias y congresos, requerimientos múltiples y de toda índole”.
Desde que la conoció, Marilló se convirtió en la musa de Octavio Paz y, claro, por eso le escribió decenas de poemas: “Blanco”, “Nocturno de San Ildefonso”, “Viento entero”... “No tengo uno preferido. En todos estoy en diferentes momentos. Me siento realizada en las letras de Octavio”, decía la mujer que también le dedicó parte de su obra plástica a su esposo.
En 1990, Marie-José Paz expuso por primera vez sus creaciones plásticas en el Centro Cultural Arte Contemporáneo de la Ciudad de México. “Los collages y ensamblajes de Marie-José, todos de reducidas dimensiones, construidos con los materiales frágiles que la casualidad y el deseo nos regalan, son el resultado insólito del trabajo y del juego. [...] Esos objetos a veces nos sorprenden y otras nos hacen soñar o reír (el humor es uno de los polos de su obra). [...] El arte de Marie-José es un diálogo entre el aquí y el allá”, opinó aquel año en un artículo el autor de Libertad bajo palabra.
De entre toda la muestra resaltaba un collage titulado Eros tu mirada o los ojos azules de la máquina de escribir, dedicado a Octavio Paz. Para hacerlo, Marilló fue por el bote de basura que su esposo tenía en el estudio donde escribía, vació su contenido en la mesa de trabajo y empezó a darle forma a las hojas de papel y a los carretes de la máquina de escribir ya sin tinta. “Lo hice espontáneamente ¡y gustó mucho! Yo no quería exponer, no me gusta la publicidad. Pero el director del Museo de Arte Contemporáneo y Octavio insistieron. Y ya después me llamaron de muchos países para llevar mi obra. Fui a Francia, a Portugal...”.
Interesada en las artes visuales, también fue directora de escena de dos programas de su marido en Televisa: Conversaciones con Octavio Paz y México en la obra de Octavio Paz. “Veía que Octavio tuviera bien el nudo de la corbata, muy importante. Los planos de la cámara, las cortinillas...”. Y en innumerables ocasiones se encargó de cuidar las ediciones de los libros de Paz. “Veía portadas, colores, incluso algunos títulos”.
La noche del 21 de diciembre de 1996 un cortocircuito provocó un incendio en su casa. “Fue terrible, terrible. Gracias al gato nos dimos cuenta. Octavio y yo estábamos viendo la tele. Ya no había nadie más en la casa. De repente oímos un ruido. Yo creo que el gato, al ver el cortocircuito, se asustó y tiró algo. Octavio dijo: ‘¿Todavía hay alguien en casa?’ ‘Nadie’. ‘¿Entonces... un ladrón?’ El humo se expandía rapidísimo. Abrimos las ventanas. Se fue la luz. Todo a oscuras. En cuclillas me fui agarrando del muro hasta llegar a la puerta y empecé a gritar a los vecinos. Temía que explotara el gas. Salimos. En ese momento no pensamos en las cosas materiales, solo en salvar nuestras visas. Luego, cuando llegaron los bomberos y pusieron sus linternas, subí y vi cómo se habían quemado libros, muchos recuerdos que teníamos de la India, de Afganistán.... un mueblecito donde Octavio tenía las primeras ediciones de sus libros. Estuvo bien que haya sido yo la que vio eso, para que él no tuviera la sensación del infierno”.
Esa noche la pasaron en un hotel y días después el entonces presidente de la República, Ernesto Zedillo, les ofreció vivir en la casa de Alvarado enclavada en el colonial barrio de Coyoacán. Pero ahí luego vendría algo mucho peor. “Lo más difícil en mi vida ha sido ver a Octavio enfermo. Ya había superado otras veces el cáncer. Desde 1977 vivía con un solo riñón. A los 80 años lo operaron del corazón... Por eso, cuando le diagnosticaron cáncer en los huesos, pensé que se iba a salvar. Ya había salido de otras enfermedades. Pero esta vez no. Me queda la satisfacción de haberlo hecho feliz, tanto como él a mí. Al final me lo dijo: ‘Soy feliz porque estoy con la mujer que amo y que me ama’. Y se fue”.
El filósofo Fernando Savater fue a visitar a Paz diez días antes de su muerte. Lo contó en un artículo publicado en El País al día siguiente del fallecimiento del poeta: “Sobre todo quería despedirme de él. Su mujer, Marie Jo, tuvo la enorme deferencia conmigo de permitir ese encuentro que luego supe que había negado a otras personas de mayor nombradía. Supongo que lo hizo porque corrían ya las horas del afecto personal, las primeras y las últimas de cada vida, pasadas las del homenaje o el reconocimiento de los méritos públicos. ‘Te impresionará verle’, me advirtió Marie Jo. Y, en efecto, fue impresionante encontrarle a él, tan vital, tan caluroso, tan buen compañero de copas y de charla, en silla de ruedas y dulcemente silencioso. [...] Al verme, en su rostro demacrado brilló por un instante una gran sonrisa muda. Su sonrisa de siempre, acogedora, cómplice. Comentó Marie Jo que hacía semanas que no le veía sonreír así. No hubo más, pero bastó”.
En abril de 1998, Marilló y Octavio se separaban físicamente después de 34 años de matrimonio.
***
En nuestro segundo encuentro, Marie-José Paz hablaba en medio de una tarde nublada de la descompuesta primavera mexicana. “En París está peor, me dicen: todo gris, mucho viento, lluvia. Aquí por lo menos sale el sol un rato”, expresó con sus gafas a media nariz. De vez en cuando hacía algún ademán y dejaba ver los anillos dorados que tenía en cada dedo meñique de sus manos levemente salpicadas por lunares.
De un bolso sacó una carpeta con varias fotografías de distintos tamaños, de distintas épocas. Cada momento capturado en las imágenes desataba relatos cortos colmados de detalles. “Aquí estamos en la India; en esta en Oviedo; aquella más grande fue cuando le dieron el Nobel; esta fue tomada en una de mis exposiciones, pero tiene muy poca luz ¿no le parece? ¡Mire esta, qué escenario tan bonito!”
Desde el día anterior había estado escribiendo un texto en varios pedazos de papel. Ahora quería darle unidad a esas ideas sueltas y entonces me pidió que me convierta en su amanuense. Comenzó a dictar al tiempo que parecía abrir las compuertas de su memoria para chapotear, risueña, en el charco de sus recuerdos. Ella misma corregía: “No, mejor borre eso, vamos a poner...”. Y al final de cada párrafo era necesario revisar cómo iba la redacción. Se divertía al ver que su interlocutor deseaba tener más detalles, mientras permanecía con el bolígrafo listo para continuar. “Lo veo interesado. ¿Está esperando a que continúe, verdad?”, soltaba con una sonrisa.
Entre cada punto y aparte, narraba más detalles que prefería omitir en el texto. “No quiero que sea muy extenso”, se justificaba. En la conversación, además de su pasado, saltó la actualidad. “Los diputados se cubrieron de ridículo al no aceptar que se pusiera en letras de oro el nombre de Octavio en la Cámara. Octavio escribió tanto sobre México, amaba su país y ya ve”, arguyó moviendo la cabeza para reprobar lo sucedido.
Luego contó el momento de su boda:
—Es verdad, ¿de qué se ríe? —dijo al especificar que, mientras se casaba con el poeta, se oían rugidos de tigre de bengala—. Es que era la hora en que le daban de comer a los tigres en el zoológico que estaba más o menos cerca.
Al final, terminado el texto, se lo leí en voz alta para ver cómo había quedado. “Pero lea un poco más bajo, porque los de las mesas de al lado nos oyen”, me pidió.
“¿Le gusta? ¿Le emociona? ¿Es poético?”, inquirió después de pronunciada la última palabra.
—Oiga, Marilló, ¿y si ponemos en el reportaje sus borradores para este texto? Sería bueno mostrárselo a los lectores, ¿no?, para que vean lo espontáneo que....
—No, no y no. Ay, ustedes los periodistas ¡son terribles!, todo quieren. No. ¡Y cuando Marilló se pone colérica es no! —dijo entre risas—. ¡Ni eso ni mi edad!
Lee el texto que Marilló escribió para Víctor Nuñez Jaime aquí