¡Ay! de quien niegue que los animales tengan derechos: le llueve una tupida tormenta de primeras piedras, así sea san Fernando Savater, que osó decir tal, mientras defendía la tauromaquia. La entrevista vale la pena y se puede "googlear" como "Sólo un bárbaro no distingue entre un humano y un animal" (en El Espectador, del 31 de octubre pasado).
Los animales no tienen derechos porque no pueden ni invocarlos para sí, ni reconocerlos para nadie más, y no tienen por qué responder por ellos. Los derechos son un universo simbólico y los animales no viven según símbolos. Es loco suponer que el universo de nuestros signos pueda regir también lo que existe antes y lo precede. ¿No es al fin otra forma de la crueldad —esa crueldad cursi que, por bondad, termina destruyendo naturalezas?
El derecho sirve cuando las partes, los sujetos, asumen, o suponen, una responsabilidad; es decir: la capacidad de responder por los actos. Que un noruego mate a una pequeña foca es abominable. Si un oso polar destaza a una pequeña foca, el resultado es el mismo: la matanza cruenta. Pero ni sentido tiene considerar los actos como equivalentes. De otro modo: un tigre, o un alacrán, amenazan mi vida, pero es retorcido decir que amenazan mi derecho a la vida. Los animales no tienen libertad: son libres. No tienen derechos: existen antes que los derechos. Entre el acto y el juicio sobre el acto hay un abismo de interpretación que ni siquiera entre humanos sabemos llevar a cabo.
Los derechos son auto restricciones. Reducen, enjaulan, restringen la libertad natural y la sustituyen por un acuerdo simbólico. Meter algo dentro de ese universo es arrancarlo de su existencia natural y someterlo a una existencia distinta, inventada y acordada por una imaginación abstracta, en una naturaleza artificial. Tener un derecho no es, y nunca será, abrir una puerta, sino cerrar muchas. Toda ley prohíbe, aunque se enuncie como libertad, porque las libertades jurídicas no son las de la naturaleza y el orden del mundo; los derechos son libertades concedidas, otorgadas: artificiales. Como poner puertas al campo; es decir, limitar a una vía lo que, antes de la ley, era ilimitado. La fruición legisladora —una de las mayores taras de este siglo— pretende enjaular a los seres vivos dentro de una cárcel imaginaria, hecha de símbolos, porque no se atreve a pensar un mundo ajeno, irrestricto, extraño y, sobre todo, anterior a la existencia de nuestros juicios morales y jurídicos. Pero está claro que el mundo existe antes de nosotros. Pretender otorgarle derechos a los seres que existen de suyo y por sí mismos equivale a convertirlos en súbditos de nuestra voluntad y nuestros acuerdos. Justo lo contrario de lo que pretenden esas buenas almas que sufren de vértigo cuando enfrentan lo ignoto.
Entiendo bien, y comparto, la buena voluntad que habita nuestra digna lucha contra las crueldades y los abusos. Estamos obligados a impedirnos, entre nosotros y hacia lo otro, la injusticia. Pero por evitarla cometemos nuevas injusticias.