Desde hace unos meses, un territorio sagrado que está cerca de Cannon Ball, Dakota del Norte, se va llenando con el éxodo masivo, sistemático, ¿posmoderno? de 280 tribus indígenas que salen de distintos puntos de Estados Unidos y se concentran ahí, en ese espacio espiritual que ellos conocen desde el principio de los tiempos como Sacred Stone Camp: el campo de la piedra sagrada.
Los indios se acercan con devoción a ese punto geográfico, crucial en su historia, que el resto de los estadunidenses conoce como un campo militar que pertenece al Cuerpo de Ingenieros de la Armada. Poner un campo militar en un sitio sagrado para los indios es un gesto parecido al de los conquistadores españoles, que construían sus iglesias encima de las pirámides.
Pero el campo militar no es el problema que ha llevado hasta ahí a las 280 tribus; esa imposición, la invasión del espacio sagrado con ese aparato dedicado a la caza del enemigo, es otra de las formas en que los indios van siendo arrinconados en aquel país donde, paradójicamente, hay un famoso modelo de avión turbohélice que tiene el nombre de Cheyenne, un sofisticado helicóptero militar que se llama Apache, y el grito de guerra de los soldados, cuando se lanzan contra el enemigo es ¡Gerónimo!, el nombre de un jefe indio histórico.
Una paradoja que recuerda lo que sucede en México, donde el pasado indígena y los indios producen un orgullo incendiario, exclusivamente teórico, porque en la práctica se les relega y, con mucha frecuencia, se les desprecia. Esta paradoja, en general, se repite en distintos grados en todos los países del continente, lo cual sitúa a los indios en un nivel auténticamente panamericano. Sus territorios sagrados se van encadenando por encima de los países y de sus fronteras, más allá de las componendas que han ido haciendo los estados con la tierra.
Pero estábamos en que el motivo del éxodo de las 280 tribus a Dakota del Norte no es el campo militar que construyeron encima del lugar sagrado, sino la instalación de un oleoducto que lleva ya muchos kilómetros, pasará precisamente por Sacred Stone Camp, y atravesará un río caudaloso que, desde el punto de vista indígena, quedaría irremediablemente contaminado.
La tribu que vive permanentemente en ese territorio es la de los Standing Rock Sioux (los sioux de la roca enhiesta) y su líder, David Archambault II, ha repetido en meses recientes, cada vez que un medio de comunicación lo interpela: “mni wiconi”, un dicho sioux que quiere decir: “el agua es vida”. Y como se espera que el oleoducto contamine el río, Archambault II abunda: “Cuando hablamos del agua, estamos hablando de las generaciones futuras”. Este antiguo discurso sobre el agua, que los sioux llevan sosteniendo desde siglos antes de que llegaran a las costas de Massachusetts los peregrinos del Mayflower, es idéntico al que enarbolan hoy espesos militantes ecológicos como Al Gore o Leonardo DiCaprio. Es increíble lo que han tardado los ecologistas en repetir lo que ya decían los indios hace siglos, y los filósofos hace ya milenios. Las viejas ideas de los sioux, que en la época de Little Bighorn eran combatidas con saña porque iban en contra del progreso rampante, hoy se han alineado con la estética ecológica del siglo XXI. También es verdad que la capacidad de difundir un mensaje que tenían los ancestros del jefe Archambault II, no puede de ninguna forma compararse con el rating de Leonardo DiCaprio. Al final, la idea no es de quién la tiene, sino de quién mejor la difunde.
“La tierra no te la dieron tus padres, es un préstamo que te hacen tus hijos”, dice Thayliah Henry-Suppah, que pertenece a la tribu paiute, de Oregon.
Lo que está sucediendo estos días en Dakota del Norte, esa numerosa coalición de tribus indias en pleno siglo XXI, no tiene en Estados Unidos más antecedente que la escalofriante Batalla de Little Bighorn, en 1873, cuando 3 mil guerreros al mando de Tasunka Witko, también conocido como Caballo Loco, se batieron contra el séptimo Regimiento de Caballería. Los 3 mil guerreros eran una coalición, igual que la que hoy inquieta a los rancheros blancos de Dakota del Norte, de nueve tribus: hunkpapa, sans arc, pies negros, miniconjou, brule, cheyennes, oglala, two-kettles y arikara. La coalición indígena que hoy trata de parar la construcción del oleoducto en Sacred Stone Camp tiene entre 2 mil y 3 mil personas, que provienen de los pueblos con sus muchas ramificaciones: sioux, lakota, navajo, seneca, onondaga y anishinaabe.
Los integrantes de estas tribus, que se han ido asimilando al estilo de vida de Estados Unidos, conservan sus nombres tradicionales, Keeyana Yellowman (Keeyana Mujeramarilla), Peter Owl Boy (Pedro Búho Joven), Santana Running Bear (Santana Oso Corredor), Darrell Holy Eagle (Darrell Águila Sagrada).
Muchos de estos indígenas solidarios con sus tribus, que están hoy plantados en Dakota del Norte, llevan una vida occidental en diversas ciudades de Estados Unidos, trabajan en un restaurante, en una oficina, en una dependencia de gobierno o son dueños de su propio negocio, y aunque han abrazado el american way of life no olvidan sus raíces y como, a diferencia de sus ancestros, viven dentro de la sociedad estadunidense, denuncian con mucha efectividad la expropiación de un territorio que para ellos es sagrado exponiendo ese abuso de la industria petrolera en Twitter y en Facebook, y a partir de ahí los medios de comunicación de ese país han tenido que prestar atención a esa protesta indígena, hecha, digámoslo así, desde el Occidente. La narrativa de esta injusticia, reportada y escrita por los que la sufren, es tan contundente que ha llegado ya a las páginas de la sección nacional de The New York Times, que es de donde voy sacando los datos que estoy exponiendo aquí.
Si la protesta de las 280 tribus que hoy se manifiestan en su territorio sagrado de Dakota del Norte, se hubiera hecho desde el flanco indígena, todo hubiera quedado en una refriega entre una compañía petrolera y unos indios rijosos que hubieran sido reubicados, sin tomar en consideración el componente sagrado y ancestral, en un territorio agreste, deprimente y pagano. Todo hubiera quedado en un episodio policiaco. Pero la difusión se ha hecho desde occidente y estos indígenas con ventanas electrónicas en Twitter y en Facebook tienen posibilidades de ganar el pulso a la compañía petrolera y de conservar limpia el agua de su río.
Esta batalla indígena desde occidente que tiene lugar hoy en Dakota del Norte, recuerda el caso del subcomandante Marcos, un hombre occidental, barbado y educado en la universidad, que evidenció ese mismo drama que los indígenas chiapanecos llevaban exponiendo durante 500 años, sin ningún éxito. Tuvo que salir el hombre occidental a explicar las cosas para que Occidente hiciera caso a los indígenas. Si en lugar del subcomandante Marcos se hubiera quejado el comandante Tacho, nadie hubiera hecho caso y la mundialmente famosa rebelión zapatista hubiera quedado en un incidente, menor y estrictamente local, entre los indios y la policía municipal de Ocosingo.
A Sacred Stone Camp se llega por un camino vecinal, está lejos de la autopista y los miembros de las 280 tribus llegan continuamente desde California, Florida, Washington, y de sitios remotos como Perú o Nueva Zelanda. Arriban en sus coches particulares, solos o en parejas o en campers que pueden alojar a toda la familia. Hay otros que llegan a caballo o en canoas navegando ese río que quieren proteger, y también hay quién llega andando desde una comunidad lejana. Algunos llegan con su vestimenta occidental, con sus Levi’s, sus Nike y su camisa de GAP, pero otros llegan con sus vestidos tradicionales, con sus pipas, sus amuletos, sus tambores, y así vestidos llegan en sus caballos, en sus coches, en sus canoas o en un avión de American Airlines.
Howard Eagle Shield (Howard Escudo de Águila), un jefe sioux de una comunidad de Dakota del Norte, cuenta que en su juventud, en esa llanura que hoy pertenece al Campo de Ingenieros de la Armada, “había árboles de aquí a la frontera con Nebraska”, dice apuntando con el dedo hacia el estado vecino y luego explica que “hacían falta cinco o seis hombres para abrazar el tronco de uno de aquellos árboles. Y ahora todos han desaparecido”.
Apesanahkwat, el jefe de la tribu Menominee, de Wisconsin, está desde hace días instalado en el territorio sagrado, es un veterano de la guerra de Vietnam que en su tiempo fue soldado del ejército de Estados Unidos y hoy padece la imposición del campo de ingenieros del mismo ejército, mientras batalla contra la compañía petrolera que quiere instalar el oleoducto.
No deja de ser una curiosidad, y un filón para algún Western del futuro, que los sioux, ese pueblo tan temido en el siglo XIX, luego de más de un siglo de oscuridad y aislamiento, manifieste su inconformidad, su malestar, su drama por la tribuna electrónica que ofrecen las redes sociales. En el siglo XXI, los temibles sioux han sustituido la flecha y el tomahawk por el tuit. No está de más apuntar que un poderoso misil que usa el ejército de Estados Unidos, con un alcance letal de entre mil 600 y 2 mil 500 kilómetros, se llama tomahawk, como aquella hacha de guerra con la que los guerreros sioux arrancaban la cabellera a sus enemigos.