El barro tomó cuerpo para darle carne y visibilidad al dolor, a la indignación, a la muerte. Teñidos de rojo, verde y ocre por Francisco Toledo, pero sobre todo de rojo, los platones, vasijas, urnas y torres conforman el alfabeto visual más reciente que el artista deletrea en el Museo de Arte Moderno (MAM) en su exposición llamada así: Duelo.
Luego de 35 años de no mostrar su trabajo en el recinto del Instituto Nacional de Bellas Artes, y en pleno 2015, cuando en julio pasado cumplió 75, Toledo vuelve a mostrar su maestría con ese material quemado al fuego. Es su mismo repertorio de perros, zapatos, calacas, lenguas, sapos y entramados de petate, ahora con el tono emocional del momento mexicano tan enlutado por asesinatos, persecuciones, violencia y una descomposición social evidente.
Es la cara más política de Toledo, convertida en barro. La otra, de carne y hueso, es la que otorga a los medios y frente a los políticos para defender al maíz de a deveras contra los granos transgénicos; para luchar (y ganar colectivamente) por la no afectación de El Cerro del Fortín —el único “pulmón verde” con que cuenta la capital oaxaqueña— ante los proyectos de la construcción invasiva de un Centro de Convenciones; para hacer volar papalotes con los rostros de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, a quienes dedica la muestra.
Al constituir su presente duelo, Toledo confeccionó casi un centenar de cerámicas en alta temperatura durante los últimos siete meses. Lo hizo en el Taller Canela, del mixteco Claudio Jerónimo López, aquel tornero con quien trabajó hace casi 40 años en el espacio de creación en Cuernavaca del extinto ceramista Hugo X. Velásquez. Ahora, instalado en San Agustín Etla, el Canela fue lugar de parto para metáforas del desconsuelo y la indignación donde el rojo es teñido permanente.
Un canasto colmado de orejas, un perro asentado sobre un túmulo de huesos, una calaca yacente en los linderos del plato; pulpos, murciélagos y chapulines erguidos entre mecates, cactos y espirales que son laberintos enrojecidos; hachas y pencas de maguey que atraviesan la panza del sapo; aros como herraduras que se entrelazan en la oquedad del jarrón o del cesto y que a primera vista son “solo eso”, pero que en la síntesis toledana guardan la carga histórica de servir como moneda de cambio para comprar esclavos.
En una museografía que invita a la introspección, a fijar la mirada entre el escenario negro y la luz cenital, sin más cédulas que el deletreo posible del espectador a lo que percibe en cada pieza y pueda ser nombrado, transcurren hileras de rostros ciegos y gritos congelados. Pero también hay ciertas pausas que dan aire al visitante con piezas de carácter ornamental, si cabe el término, con el entramado de petate, el tejido de palma tan toledano, sin rasgos evidentes de presencia torturada, humana o animal. Tras el momentáneo “respiro”, resurgen zapatos entre llamas y gorras de beisbol con una “T”. Y uno pudiera pensar que es letra autorreferencial del apellido oaxaqueño pero no, es el rastro de lo sucedido en Tlatlaya, Estado de México. Y las urnas funerarias de los xoloitzcuintle son un homenaje al perro que Toledo tuvo junto de sí por muchos años, como el recordatorio de la veneración de los mexicas a este acompañante en el reino de los muertos.
El Canela y su taller canela
Claudio Jerónimo López es ceramista de San Jerónimo Silacayoapilla, Oaxaca. Hace casi 40 años conoció a Francisco Toledo en el taller de Hugo X. Velásquez (1929–2011) en Cuernavaca, hasta donde llegaban tantos artistas. Claudio era entonces tornero y ya le llamaban El Canela por el color de su piel. Y bautizó así a su lugar de creación porque, al igual que su dermis, el taller es cafecito y ya tiene seis años de vida.
“El maestro Toledo es muy exigente y nunca expresaba mayor comentario cuando del horno salía alguna pieza. No decía ‘mire qué belleza’ ni nada de eso. A lo sumo, me tocaba el hombro y comentaba: ‘ésta le quedó bien’. Pero hubo muchas piezas destruidas. ‘Esta ya no’, y se desechaba después de estar cinco veces en el horno. Es un reto trabajar con él porque no le gusta su pieza a la primera, busca algo más que lo de siempre. Inventa.
“Lo que le cuesta más son los colores, pues no son tan precisos como cuando con el óleo puedes ver cómo reaccionan y cambian. La cerámica de alta temperatura es radical: a veces los grises oscuros se vuelven cafés o el rojo que intenta sale más opaco. En la cerámica hay muchas sorpresas para bien… y para mal. Siempre intervino en cada quema, con una corrección, añadiendo. Yo le ayudaba a tornear un plato, un vaso; pero sobre ese vaso hace sus texturas, sus dibujos, y casi siempre en silencio, sin música ni palabras. Le gusta más. Estructuralmente, tiene buena mano para construir. Resuelve. ¿Recuerda esa pieza tan fuerte con un zapato en llamas? Qué bonita manera de resolver tanto horror, ¿verdad? Y el color rojo le viene muy bien. Sí, es mucho trabajo encontrar el contraste ideal. Él lo consigue”.
Una pasión de años, con alma social y política
El barro le ha gustado a Toledo desde siempre. Ya traía en la mente y las manos el interés por la cerámica a fines de los años setenta y principios de los ochenta. En Nueva York había trabajado en la Baldwin Pottery y en México el taller de Hugo X. Velázquez (en Tacubaya primero, y Cuernavaca después) ocupaba su tiempo de experimentación. Sin embargo, han sido contadas las veces que lo ha mostrado ampliamente. En 1971 lo expuso en la Galería Juan Martín; en 1983 se presentó en la Galería de Arte Mexicano una muestra muy festejada por Rufino Tamayo, y no fue sino hasta 2006 que el Palacio del ex Arzobispado recibió un conjunto con carácter ornamental.
Pero el alma de esta serie reciente es el de la indignación por la violencia y la muerte en este 2015, como hace 40 años, cuando Toledo estuvo cerca de la Coalición Obrera, Campesina y Estudiantil del Istmo (COCEI). Si bien no militó en la coalición, apoyó causas reivindicatorias de izquierda a través de la revista Guchachi’reza, en la que se difundía la historia coceísta y se hacían análisis sociológicos sobre ese colectivo que en 1974 se planteó en Juchitán como una opción popular frente al priísmo imperante en Oaxaca.
Llevada a su creación artística, esa inquietud política dio vida al grabado Libertad a Víctor Yodo (1978), con el que abiertamente hacía una protesta ante la desaparición del activista Víctor Pineda, dirigente juchiteco de la COCEI. El resultado de aquella incursión gráfica no fue el mejor, a decir del propio grabador: “no logró ser una obra redonda. Algo no cuajó”. Sin embargo, ése fue hasta el momento su ejemplo de “arte político más directo”… hasta la llegada de Duelo.
“Toledo no comete errores estéticos”
Gustavo Pérez es el maestro ceramista que hizo su propio recorrido de la historia toledana quemada en arcilla. “Aunque siempre que a Francisco se le llama ceramista, él lo considera inadecuado por su respeto a quienes dedican todo su tiempo al barro, es evidente que su capacidad de aplicar todo lo que sabe como artista le permite ir rápidamente a lo esencial, con resultados excelentes. En él, la cerámica del mundo prehispánico es clave. Muchas de sus piezas tienen un aire ancestral, inquietante. Podría pensarse que provienen de alguna tumba zapoteca, azteca o maya. Y a la vez no, para nada. No solo por la cocción del barro a alta temperatura, lo cual es una radical diferencia con todo lo contenido en los museos de arte prehispánico. También porque Toledo sabe establecer una distancia clara respecto a lo tradicional. Es su talento y su capacidad creativa lo que lo diferencia de tantos autores que, al abrevar del mundo prehispánico, caen en el mexicanismo barato y superficial. Otra característica es su paleta, los recursos múltiples en el tratamiento de las superficies: esgrafiados y texturas que provienen de su experiencia pictórica y de grabador que sabe adaptar al barro con intuición inequívoca. Toledo, como alguien dijo de e.e. cummings, no comete errores estéticos”, cierra Pérez sobre este relato en barro, donde quizá Toledo ha usado el fuego no solo para construir vasijas y platos sino como ritual de purificación y proceso de renacimiento que nos salve ante la violencia y muerte en México.