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Apocalípticas fantasías navideñas de cara al segundo piso

Petra lo sabe: si ahora quisiera vender su departamento de lujo, celebraría recibir la mitad de lo que pagó por él.

Estoy convencida… —Petra Mascagni lleva bolsas propias de tela al supermercado y para tomar atole en la calle le da al vendedor su termo de acero inoxidable—… de que la trascendencia humana es una colección de íntimas acciones mínimas.

En su vida pasada, a Petra la rodeaban unicel y bolsas de plástico; pasividad y silencio; frustración y engaño.

—Yo estaba enterrada en el alma de mi esposo… —Petra se casó con Daniel Cabrera, abogado penalista que (Petra está segura) quemó un hospital en Mazatlán para poder cobrar el seguro—… un alma controlada por odio, machismo y miedo…

De su vida pasada, Petra recuerda prohibiciones y encierro. No poder usar falda y soportar regaños por salir a tomar un café con su mejor amigo.

—Todas esas chingaderas terminaron para mí hace 13 años y medio, cuando enterré a mi esposo —a los 65 años, Petra tiene robustas piernas, brazos fuertes y cabello color sangre—… ahí, donde yo esperé luto y pena, en mi corazón nació la liberación…

Tras el funeral puso a la venta la casa de su esposo en La Herradura, se adjudicó la herencia y compró un penthouse con sauna por San Jerónimo (en Tlacopac, muy cerca de la Marina Mercante) para dar inicio a su vida nueva: la de viuda, que para ella ha sido la forma más atrevida y sofisticada de ser soltera.

—Pero toda dicha debe venir con su dosis de tragedia, ¿no? Mi error fue pensar que en un piso 12 estaría ajena al Periférico… —Petra prende sus bocinas; suena “En los días de música triste” de Juan Cirerol (“recomendación de uno de mis jóvenes amigos”)—… poco después de que compré la casa, comenzaron a construir el segundo piso y luego otro segundo piso (el de la Supervía), uno pegado al otro.

Tras casi cualquier ventana de casa de Petra —desde el sillón de piel negra en la sala, desde las altas sillas con colchones de terciopelo azul en el comedor de caoba o desde la cama queen cubierta de una colcha morada rellena de plumas de ganso en el cuarto de invitados—, el mismo horrible panorama: columnas de cemento que sostienen anchas carreteras elevadas sobre puentes, túneles y 10 carriles de un bulevar con baches, salidas abruptas, letreros erráticos y símbolos incomprensibles que trazan el caos y la angustia arriba y abajo entre filas interminables de histéricos e inmóviles coches.

—Cemento, cláxones y accidentes —Petra lo sabe: si ahora quisiera vender su departamento de lujo, celebraría recibir la mitad de lo que pagó por él—, ¡así de alegre, así de inspiradora, será mi Navidad!

En su nueva vida, Petra cree en el poder transformador del arte, en la felicidad de los romances fugaces y en que es posible, mediante acciones mínimas, colaborar a que mejore la calidad del aire.

—Esta Navidad me encantaría ver desde mi sala cómo la ciudad se colapsa. Millones de automovilistas sin poder avanzar; estancados sin remedio en el segundo piso… —Y, sin embargo, a pesar del esforzado optimista de su rejuvenecido espíritu, Petra no puede evitar experimentar (por un instante cada día; normalmente a las 12, tras su clase de pilates) una brutal ira abstracta (¿hacia el gobierno, hacia la humanidad, hacia la invasión de la arquitectura urbana?; Petra no puede precisarlo) que le exalta los nervios con fantasías apocalípticas—. De pronto una mujer se bajaría y le prendería fuego a su camioneta. Y yo, desde mi sala, disfrutaría como no tienes idea el espectáculo del Periférico en llamas, como fuegos artificiales, viendo coches caer, gemidos de horror aniquilados por explosiones y oliendo con placer el humo de la carne humana quemada.

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Hugo Roca Joglar
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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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