No has viajado desde antes de que se desatara la pandemia pero esta vez has decidido treparte a un avión. No es un viaje de placer ni de negocios. Vuelas hacia Culiacán para conmemorar el año cuatro del asesinato de tu compa, el periodista Javier Valdez.
Entonces llegas al aeropuerto de Ciudad Chilango, y lo primero que observas es al enjambre de pasajeros. Es como si en la terminal 2 se hubiera alcanzado la inmunidad de rebaño y dicho acontecimiento se celebrara volando hacia donde apunta nuestro dedo en un mapa. Lo segundo que descubres es que ahora debes tramitar, vía internet, un registro de salud donde te cuestionan si en las últimas dos semanas has estado cerca de algún contagiado o si has tenido síntomas. Después te proporcionan un código QR que nadie te revisa, así que te preguntas para qué te registraste.
Y como la prueba rápida no es obligatoria para viajar por México, te convences de que tu vuelo será abordado por más de una persona con el virus del covid-19. De nada te servirán la careta y la doble mascarilla.
El supuesto cumplimiento de las medidas sanitarias empieza a desfondarse apenas te formas para entrar a las salas de embarcación: la idea que la mayoría tiene sobre la sana distancia es muy diferente al concepto científico. Por eso se apretujan como frijoles. Parece la fila para abordar el metro a las 6 de la tarde.
En esa suerte de central camionera que asemeja la sala de espera, el abordaje de un vuelo rumbo a Acapulco te hace suponer que son menos las personas que viajan por alguna urgencia, que por vacaciones: más de la mitad de los pasajeros ya llevan la playa en sus cuerpos (bermudas, gafas oscuras, sandalias), sólo les falta el mar y quitarse el cubrebocas. Los envidias.
Los envidias pero no por las vacaciones, sino por la puntualidad de su vuelo. El tuyo se ha retrasado y, además, no faltan los pasajeros con aires buchonezcos, o sea, con aires de narquillo: gorra brillosa, playera con estampados brillosos e imposibles, pantalones deportivos y tenis blancos con rebordes dorados. Hay cosas que con la pandemia no cambiaron.
Un camioncito te llevará al avión, un camioncito donde hay marcas en el piso para guardar la sana distancia. Sana distancia que, con más de 40 pasajeros dentro del camioncito, es imposible de respetar. Por primera vez te preguntas si viajar ha sido una buena decisión. Duda que volverá a asaltarte cuando escuches que el aire acondicionado del avión cuenta con filtros Hepa, filtros que se usan en los quirófanos, filtros que “no sirven de nada, sólo para darte una sensación de tranquilidad”, te dijo hace días una amiga que está metida en el negocio de la aviación.
Para el sinsabor, pides una cerveza. Quitarse el cubrebocas atenta contra la salud de los pasajeros, pero no contra las reglas de Aeroméxico, que ofrece bebidas y cacahuates a bordo. Miras por la ventanilla y te olvidas de todo.
Dos horas después, no faltan los batos que quieren bajarse del avión apenas aterrizan. Una de las sobrecargos anuncia que bajarán según el número de filas y pone orden. Orden que se rompe en la banda donde recoges tu equipaje. Orden que se rompe al abordar el taxi.
Si bien Culiacán sigue en semáforo rojo, el conductor del Uber te dice que pareciera que Culiacán está en semáforo verde. “La gente no se ha guardado, yo creo que ya todos nos contagiamos”. Te acordarás de sus palabras cuando mires a tanta gente en El Panamá, o en los mariscos Don Jacobo, o en la cantina El Guayabo, o en La Lomita, o en la Plaza Fórum, o en los bares de La Isla.
También te acordarás de otras palabras que te dijo el conductor (“Es mejor pagar con efectivo el Uber”) cuando varios te cancelen. “La mayoría de los choferes está en flotilla y no les conviene el pago con tarjeta, porque es dinero que nunca ven, dinero que va directo para los dueños de las flotillas”, te explicó. Y dicen que los dueños son los narcos locales. Pero esa es otra historia.
En este momento estás abrazando a las amigas y a los amigos culichis que no has abrazado en todo este tiempo, pensando en que será un verdadero milagro si no te contagias.
ledz