EL ÁNGEL EXTERMINADOR
EL PEZ SOLUBLE
Jordi Soler
J.S.G. Boggs era el artista del dinero. Su arte no era multiplicarlo como lo hace, digamos, Bill Gates, sino reproducirlo con un talento que, de acuerdo con la historia que él mismo se encargó de difundir, explotó o, más bien, se hizo explícito, en el año 1984 —el famoso año de la cada vez más famosa novela de George Orwell, aunque ni el escritor inglés ni su obra tengan nada que ver con el año, salvo el año mismo—, en que J.S.G. Boggs se dio cuenta de que su talento para dibujar podía dejarle dinero.
Estaba un día en una cafetería de Chicago, liquidando una dona y un café, y simultáneamente tonteando con la pluma y la servilleta, haciendo un montón de pequeños dibujos que terminaron convirtiéndose en un billete de un dólar. Cuando llegó la hora de pagar, la mesera se quedó atónita frente al billete de un dólar que su cliente acababa de pintar con un bolígrafo en la servilleta. Se quedó tan impresionada que ofreció comprárselo, pero el listo de Boggs, en lugar de vendérselo, le ofreció pagarle la cuenta, de 90 centavos, con el dibujo y ella, muy coqueta, le dio diez centavos de vuelto. A partir de ahí Boggs se dedicó a pintar, actividad que técnicamente sería falsificar, billetes de dólar de distintos valores, pero no ya en una servilleta ni con un bolígrafo, sino con unas tintas muy sofisticadas y un papel muy parecido al moneda. El resultado fue, lo es todavía, asombroso: los billetes son idénticos, pero con pequeños caprichos del artista; por ejemplo, donde, en los billetes auténticos, dice “in God we trust” (confiamos en Dios), él pone la frase “in Fun we trust” (confiamos en la diversión). Hay veces que en sus billetes (Boggs bills se llaman en el mundillo de los museos y las galerías de arte), George Washington está volteando hacia el otro lado o está llorando o se está carcajeando, y hay otros, más arriesgados, en donde aparece su propia cara con el peinado y la vestimenta del primer presidente de Estados Unidos.
Aunque sus billetes, salvo los gracejos que a veces incluía, eran perfectos, Boggs decidió que en lugar de producir un montón, y hacerse muy rico mientras lo descubría la policía, haría solo los suficientes para pagar cosas con ellos, la compra del supermercado, un suéter, una llanta nueva para su coche. También decidió que sus billetes tendrían una sola cara pintada y el reverso iría en blanco para anotar ahí ciertos datos. Si compraba, por ejemplo, medio kilo de aguayón en la carnicería, antes de pagar, y sin que el vendedor lo viera, escribía en la parte blanca del billete “medio kilo de aguayón comprado en la carnicería tal, que está ubicada en tal calle”. Cuando el vendedor, por estar muy ocupado o de plano por ser miope, le aceptaba el billete falso, Boggs pedía un recibo que guardaba con los recibos de otras operaciones. Años más tarde, cuando los Boggs bills se volvieron piezas de arte muy cotizadas, los marchantes iban a las carnicerías, a las tlapalerías, a los restaurantes cuya dirección figuraba en los recibos, con la ilusión, o más bien la ambición, de recuperar el billete falso con el que había pagado el artista. Sus billetes falsos han sido expuestos en el Art Institute de Chicago, en el MOMA de Nueva York, en el Smithsonian de Washington y en el Museo Británico.
Después de los dólares Boggs se lanzó a dibujar francos suizos y libras inglesas, y la profusión de sus billetes en esos países alarmó a la policía y un buen día fueron a aprehenderlo a su casa y lo acusaron de falsificar dinero. Él se defendió, a lo largo del proceso judicial que le montaron, esgrimiendo frases sonoras, convenientemente brumosas y, a veces, hasta cargadas de razón: “Creo imágenes que dicen y preguntan cosas”, dijo Boggs durante el interrogatorio, y también dijo: “Los he introducido (sus billetes) en el mundo real y he tratado de gastarlos no como una falsificación, sino como obras de arte que nos hacen preguntarnos sobre la naturaleza del dinero”. En todo caso los Boggs bills, cotizados como piezas artísticas, acabaron dándole dinero de verdad, que invirtió en propiedades en varios sitios.
Boggs era hijo de Marlene Dietrich Hildebrandt, no de la famosa actriz alemana sino de una vedet, de medio pelo, que nació en Atlantic City y emigró a Tampa, Florida, para encumbrarse, en su género, con el papel, que desempeñaba en un espectáculo carnavalesco, de Margo Queen of the Jungle, Margo la reina de la selva. Luego se casó con Jim Boggs, un empresario que le dio su apellido y además el hijo que protagoniza este artículo.
Marlene Dietrich, su madre, murió el año pasado y J.S.G. Boggs, que la adoraba, entró en una espiral depresiva, agravada por su situación familiar: no tenía pareja ni hijos ni más familiar que un primo suertudo que hoy debe estar disfrutando de las ganancias de los Boggs bills.
La espiral depresiva llegó hace un mes a su punto más bajo, Boggs se metió a un cuartucho de hotel, en una carretera cerca de Tampa y ahí se encerró hasta que, hace unos días, la policía, alertada por el gerente, encontró su cuerpo sin vida.