Desde el Festival de Cannes: La dura (y cinematográfica) realidad

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EL ÁNGEL EXTERMINADOR

Isabel Cárdenas Cortés


Por onceava vez en mi vida cubrí Cannes; ni yo misma lo creía cuando caminaba a orillas del Mediterráneo el 17 de mayo a las siete de la mañana; mientras recorría el Boulevard du Midi, una calle tranquila que se extiende a orillas del mar, del otro lado de Le Suquet y lejos de la Croisette. Poco antes de ir a recoger mi acreditación, de empezar con la “locura” y adentrarme en el intenso ritmo del festival, paré en una panadería del barrio por mi croissant y mi café con leche; veía a todos los corredores, los que pasean a sus perros por la playa y a la gente común y corriente, los turistas preparándose para pasar un día en las playas de Cannes, a los locales que tienen la suerte de diariamente poder contemplar el “azul profundo” del Mediterráneo. A la gente habitual de la panadería y a las empleadas no parecía importarles que se estuviera llevando a cabo la edición 69 de uno de los festivales más importantes del mundo; donde hace 50 años Truffaut se llevó la Palma de Oro por Los 400 golpes y a quien, implícitamente, se le hizo un homenaje este año, al darle la Palma de Honor al actor francés Jean-Pierre Léaud.

Ver cinco películas al día es lo mejor que le puede pasar a una cinéfila empedernida; y mejor aún, tras las proyecciones, tener la oportunidad de escuchar a los realizadores de todos los rincones del mundo hablar de sus obras en las premiers mundiales de sus cintas; “defender” su estilo cinematográfico y su forma de filmar; contar historias fantásticas o de la vida cotidiana, clamar en nombre de sus pueblos, como lo hace el director iraní Asghar Farhadi en Le Client, quien en esta edición se llevó el premio por el mejor guión. O simplemente dejarse llevar por la poesía y el universo de Jim Jarmusch en cintas tan hermosas como Paterson; filmada en Paterson, Nueva Jersey, cuna de grandes figuras de EU, como William Carlos Williams, Lou Costello y Allen Ginsberg.

La crítica internacional inconforme

Cada año me pregunto: “¿Por qué sigo viniendo?”, y la respuesta llega al final de la ceremonia de clausura, en este año cuando Georges Miller, el presidente del jurado, y Mel Gibson anunciaron, con suspenso que la Palma de Oro de 2016 era para el gran cineasta Ken Loach. Es la tercera vez que este genial realizador británico gana en Cannes; la primera vez fue con Riff- Raff (1991), la segunda con The Wind That Shakes de Barley (2006); en esta ocasión fue por la desgarradora e hiperrealista historia I, Daniel Blake, un hombre común y corriente, como cualquier otro desempleado del mundo que lucha contra el sistema, contra las grabadoras a las que nos tenemos que enfrentar los seres humanos de este planeta en los servicios donde nos deberían de dar apoyo para resolver problemas y en lugar de eso, nos ponen de fondo música de Vivaldi. Daniel Blake es un hombre maduro, quien después de sufrir un ataque cardiaco, en plena recuperación, se enfrenta al “servicio social” de Inglaterra; y en lugar de ayuda, se topa una y otra vez con barreras. Se enfrenta a la supuesta “modernidad”, donde todo debe ser llenado en formatos de internet; él, un carpintero común y corriente, nunca en su vida ha tocado una computadora ni tiene un correo electrónico ni un smartphone, pero como él lo dice: “Soy un ciudadano…”. Su historia es la de muchos hombres y mujeres de la sociedad actual, aplastados por el neoliberalismo. Tal vez a la gente no le gusta ir al cine a ver la cruda realidad, pero Loach siempre nos la ha mostrado de manera magistral y entrañable, siguiendo a los personajes de la clase obrera de Inglaterra en largas “aventuras” de la vida cotidiana. Tras recibir la palma dijo Ken Loach: “Cannes es muy importante para el futuro del cine… recibir este premio es muy extraño… Mi filme nos recuerda a la gente que muere de hambre en el país más rico del mundo”. Y cerró afirmando: “El cine nos puede enseñar el mundo en que vivimos. El neoliberalismo nos está llevando a la catástrofe”.

Tal vez eso es lo que no les gustó a los críticos del mundo y por eso cuestionaron tanto al jurado en la conferencia de prensa, tras la premiación del 22 de mayo: ¿por qué no le dieron nada a la película alemana de Maren Ade, Toni Erdmann? Y George Miller respondió de manera muy clara: “Porque no se puede premiar a las 21 películas de competencia, y el jurado no está para darle gusto a todos los asistentes de Cannes”, y mucho menos a los cientos de periodistas que se dan cita año con año aquí; si así fuera, entonces tampoco hubiera ganado el Gran Premio del Jurado la peculiar y extravagante cinta de Xavier Dollan: Juste La Fin du Monde. L’enfant terrible de Quebec provoca que los críticos abucheen y se retuerzan en sus asientos en el gran Teatro Lumière. Parafraseando a Dolan: “A la gente tal vez no le gusta ver en la pantalla el tipo de cine que yo hago ni a los personajes gritar tanto ni tantos planos cerrados en los rostros de mis protagonistas. Pero la gente normal: grita, llora, ríe, se descompone… la vida está llena de imperfecciones”, dijo el realizador en la conferencia de prensa en Cannes. Juste La Fin du Monde es un filme sobre el lenguaje, los silencios, las miradas. Tal vez toma tiempo entenderlo y asimilarlo. Concluyó con contundencia: “Estoy feliz de haber hecho esta película. Para mí es mi mejor obra cinematográfica”. La prueba es que actores de la talla de Marion Cotillard, Nathalie Baye, Vincent Cassel, Léa Sydoux y Gaspard Ulliel se dejaron llevar sutilmente por la dirección de este joven canadiense de 27 años, ya con seis largometrajes en su haber. Sobre cómo es la forma de filmar de Dolan, agregó el joven actor francés Gaspard Ulliel (Louis, el protagonista): “Xavier tiene una manera muy particular de dirigir; es como si él actuara con nosotros. Hay como un sismógrafo de las emociones en el set. Uno como actor tiene la impresión de estar bajo el microscopio todo el tiempo”.

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