Nací en Tepatepec, municipio de la región indígena del Valle del Mezquital, en el estado de Hidalgo, donde a las mujeres se les veía, o se les ve todavía, como objetos. Se pensaba, y así los hombres se llenaban la boca diciendo, que las mujeres sólo sirven para el metate y para el petate. Yo decidí que servía para algo mucho más que eso.
A pesar de que en mi municipio sólo había escuela primaria, decidí hacer la secundaria fuera de él. Continué con la preparatoria y tomé la decisión, por demás audaz, de venir a la Ciudad de México a buscar el sueño de ser ingeniera. Puedo afirmar que el día más feliz de mi vida fue cuando recibí la aceptación de la Facultad de Ingeniería de la UNAM para ingresar a la carrera de Ingeniería en Computación.
Tomé las pocas cosas que tenía en mi pueblo y vine a esta ciudad sin conocer prácticamente a nadie, más que a una chica que casé cuando era oficial primero en el Registro Civil de Tepatepec. Ella me había ofrecido la posibilidad de conseguir un empleo; fue de telefonista, y para mí era suficiente.
No tenía idea de la dimensión de esta ciudad, que es impactante. Cruzar el metro La Raza por el puente sobre Insurgentes Norte y ver los miles de coches que pasaban por debajo de mí, me dio una dimensión del reto que estaba enfrentando al llegar a la Ciudad de México. Para mí no sólo eran los coches, ni la necesidad de tomar el metro; para mí lo terrible fue el acoso sexual del que empecé a ser objeto por mi condición de mujer y quizá, peor aún, por mi condición de indígena.
Tenía poca autoestima: pensaba que los hombres tenían derecho a abusar de nosotras. Ante mi silencio cómplice, recibía todo tipo de tocamientos.
Yo vivía en Iztapalapa, en un cuarto de azotea. Un día salí alrededor de las cinco de la mañana, porque entraba a trabajar a las seis treinta. En mi camino, un tipo me atacó; forcejeamos, porque obviamente yo me resistí. Afortunadamente traía en mi morral un cautín para soldar mis circuitos eléctricos, que era de puro fierro macizo. Lo golpeé, supongo que lo medio noqueé y empecé a correr hasta que pude tomar una combi y llegar al metro Villa de Cortés.
Estuve horas y horas sentada llorando en las escaleras del metro, pensando si lo correcto era regresarme a Tepatepec y abandonar el sueño de ser ingeniera.
Era demasiado para mí. La verdad es que ante ese tipo de acoso físico, sentía que era imposible defenderme; pero finalmente pensé en aquellos rostros de las mujeres de mi pueblo, hartos de las borracheras de sus esposos, hartos de la violencia de sus esposos, y pensé que valía la pena seguir luchando.
Decidí quedarme y compartí mi experiencia con una de mis amigas de la Facultad, quien me dio algunos consejos. Me dijo que lo primero, justo cuando saliera de mi casa, era fijarme en si no había nadie afuera esperando, y que cuando entrara al metro portara un seguro de bebé y lo exhibiera para que los tipos vieran a lo que se atenían si se acercaban a mí.
Seguí sus consejos y afortunadamente aprendí a defenderme, pudiera decir que a punta de trancazos, pero creo que mi mejor defensa fue que mi autoestima creció y decidí que nadie más me iba a tocar, ni iba a abusar de su condición machista.
La mejor defensa de las mujeres es saber que nadie, nadie puede abusar de nosotras.
Llevemos un silbato, gritemos, llevemos un seguro: defendámonos, porque estos cobardes en el momento que se sienten evidenciados huyen.