Rara vez se puede escribir sobre los cincuenta años de trayectoria profesional de un reportero. Son tantos los que se quedan en el empedrado camino de las redacciones... o de la vida. Cincuenta años son toda una vida, diría el cursi lugar común. Un reportero suma en ese lapso muchas vidas... y muchas muertes.
Joaquín López Dóriga no es un elemento más de un gremio que transita entre las intrigas, las paranoias, el poder y los egos. Todos, descarriladores. Es el mejor de su generación. Y diez lustros después, anda buscando notas; no los inevitables homenajes.
Su constancia es irrebatible y de la mano, el oficio; ese que tiene, no de ahora que anda de aniversario: de hace muchos aniversarios. La rapidez mental, el sarcasmo a tiempo, el conocimiento, la memoria, etcétera... eso es consecuencia del bagaje acumulado haciendo lo que sabe hacer sin mayores pretensiones: ver la vida.
Puede ser que el secreto esté en que nunca ha perdido de vista qué es o no nota, y quién es o no figura; pero para la gente. No para él. No desprecia el interés público. No impone lo que él cree que debe ser noticia. No hace periodismo ‘de autor’. Busca, encuentra y da lo que es noticia cada día y se acabó. No inventa el hilo negro. Piensa como lector, como televidente, como radioescucha o como tuitero. E influye. Gran parte de la prensa mexicana obtiene o confirma información cuando recibe junto a casi ocho millones de personas, el tuitazo.
Su historia personal, la completa, es material de una crónica todavía guardada en sus cajones. Hay esbozos que nos ha ido contando a retazos. Como su nacimiento en Madrid durante la dictadura de Franco y la dolorosa mudanza infantil a México cuando tenía nueve años de edad, tras la muerte de su homónimo padre... un ingeniero naval. Por si alguien quiere suponer motivos en la colección de sables de gala de la marina que han solido rodearlo en sus oficinas.
Y algún día estaría bien ir con él a pararse frente a lo que haya en la calle de José María Marroquí #28... la casa del resto de su infancia, a la que llegó en el centro de la Ciudad de México. Los aprendices de esto, quisiéramos estar ahí e intentar una crónica: su género favorito. Según le dijo hace más de 20 años al que esto escribe: “Siempre es diferente... mira, es como los toros: la plaza es la misma, la gente casi siempre es la misma, los toreros esencialmente se visten igual... pero no hay dos faenas iguales. Y eso es la crónica”.
Contra lo que se piense, no es alguien que juegue golf, coleccione estampillas, juegue ajedrez o arregle el jardín en sus tiempos libres. Es ciertamente un tipo compulsivo en lo suyo, que es la información.
Hace tiempo aseguraba tener cuatro amigos y cinco compadres. Será que ahora sean un poco más. O un poco menos.
Sobre el arranque de su historia profesional, sí se sabe. Inició oficialmente “el día que conocí a la muerte”... con los cadáveres en la cuarta delegación o en las planchas del hospital Rubén Leñero aquel 2 de octubre de 1968. Lo demás estuvo en su momento o está o estará... a la vista.
Sus maestros, entre otros: Mario Santoscoy, José Pagés Llergo, Francisco Martínez de la Vega o Jacobo Zabludovsky. Este último lo citó en 1970 en un Sanborns para ofrecerle trabajo al entonces reportero que cubría para El Heraldo la fuente del aeropuerto, donde había realizado sus primeras entrevistas: a Roman Polansky acompañado de su esposa Sharon Tate... de tan diabólico final. O a Manuel Espinosa Yglesias.
Ya en el naciente 24 Horas, brilla con su crónica en noviembre de 1970 a la lenta muerte de Agustín Lara. Luego vendrán sus coberturas de guerra: Vietnam, Nicaragua, Irak, Kuwait. O el golpe de Estado a Salvador Allende aquel septiembre del 73. Y las entrevistas a Indira Gandhi, Olof Palme, Yasser Arafat, Somoza, Reagan, Mitterrand, Juan Pablo II, Francisco...

El oficio, el talento y su audacia le han permitido encontrarse con Siqueiros,con Neruda, con Paz, con Fuentes, con García Márquez... o con Cantinflas, que lo invitaba a comer a su casa. Para hablar en serio.
Siempre ha sabido rodearse. Tendría unos 30 años de edad, cuando echó a andar aquel programa en Canal 13 llamado ‘Siete Días’, en el que participaban Ricardo Garibay, Jaime Sabines, Emilio Carballido, Jorge Ibargüengoitia o Renato Leduc.

Sobreviviente, además, a un cáncer de colón que le detectaron en 1993, hay muy poco que platicarle a un reportero excepcional que ha encontrado una y otra vez el camino de los aciertos y se ha salvado, una y otra vez, con humildad de sus errores. De sus malas tardes... o de sus largas noches. Oportunidades para rendirse, todas; no ha tomado ninguna. Empieza de nuevo todos los días… y siempre resurge. Más fuerte. Reportear 50 años... vivir sin soltar la rienda... le permiten hoy ser el que es.
Y ponerse los calcetines que quiera.
Texto de Carlos Díaz-Barriga