Comunidad

Pobres de la noche a la mañana... los estragos de la pandemia por covid

La vida actual de Ted, Juan Carlos, Luis y del otro Luis dista mucho de su vida antes de la pandemia.

A Luis lo conocí en las filas de gente que se hacen en la esquina de Génova y Reforma, donde la comunidad católica Sant' Egidio regala comida a adultos mayores, a personas en la indigencia, a vendedores callejeros o a gente que la pandemia le cambió la vida de la noche a la mañana, como le sucedió a él.

Me acerqué a él no porque fuera el único que, además del cubrebocas, trajera careta. Sino porque venía vestido más para pedir trabajo que para pedir una torta, un jugo y una fruta. 

Soy mesero, vengo de dejar solicitudes para trabajar pero no hay nada”, me contestó cuando le dije, desde mis prejuicios, que no parecía estar necesitado.

Luis, sin embargo, perdió el empleo desde abril y ahora está pensando seriamente en vender su departamento. “Tengo una propiedad por el rumbo de Salto del Agua, si la vendo, con eso pongo un negocio de fajas reductivas y me recupero”, me dijo y luego me enumeró lo que ya mal barató: un televisor inteligente, un DVD Blue Ray, un celular y una bicicleta. “Sólo me quedé con la ropa, la cama y una radio donde escucho las noticias”.

¿Cómo era antes tu vida?

—Nada qué ver con ésta.

En la anterior vida, Luis trabajaba en un restaurante de la colonia Juárez, donde recibía propinas de entre 500 y 700 pesos al día. Como es soltero, se daba el privilegio de contratar una vez por mes a una trabajadora del hogar que le ayudaba a limpiar. Algunas veces hasta pedía por Uber Eats. En la vida actual, Luis es ahora quien limpia casas por 100 pesos al día y come de la beneficencia.

“Lunes y miércoles vengo aquí por la cena, y entre semana desayuno en la Iglesia de San Pablo, en la Merced, y como en el Hospital General, porque ahí mucha gente, de la que está esperando noticias de sus enfermos, lleva harta comida: tamales, sándwiches, pizzas, pollos rostizados, chicharrón, tacos de canasta; es como un bufete”.

Junto a Luis estaba El Otro Luis, también mesero. Se reían con cierta resignación por lo parecida que era su suerte: El otro Luis trabaja ahora de jardinero en una casa de Coyoacán, donde los dueños lo dejan quedarse a dormir en una habitación que usaban para la servidumbre.

“Me salgo a buscar trabajo todas las tardes pero, o no hay chamba o te quieren pagar muy poco”, me dijo El Otro Luis detrás de un cubrebocas que asemejaba la máscara de Supermuñeco. 
“Yo rentaba una habitación por el metro Xola, no tenía lujos, pero tampoco carencias. Hasta me iba a la playa. Entonces me despidieron en plena pandemia y como al mes, mes y medio, me di cuenta de que ya ni para la renta iba a tener. Si no fuera porque me contrataron unos clientes del restaurante donde yo trabajaba, no sé dónde estaría durmiendo”.

Parte de la alimentación del Otro Luis, al igual que su tocayo, proviene de la comida que le regalan. “Donde no fallo es en los comedores móviles que se ponen cerca de hospitales. Si no fuera por el Come Móvil, que creo así le llaman, nomás comería una vez cada tercer día”.

El Otro Luis no recuerda la fecha exacta de cuando pidió que le regalaran comida por primera ocasión, pero sí se acuerda de que ese día se desengañó: no era el clase mediero que él pensaba. “Era un pinche pobre más y tenía hambre”.

¿Te sentías clase mediero?

—La neta, sí. Me daba mis gustos. Todavía el Año Nuevo me fui a Acapulco con unos compas de la infancia.

¿Y esos compas cómo están?

—Más jodidos que yo, pero ya sabes que a la gente no nos gusta que se nos vea la pobreza.

¿Y has recibido algún apoyo del gobierno de la ciudad o del gobierno federal?

—Nos dieron mil pesos en mayo o en junio, no me acuerdo. Nomás me acuerdo de que no me sirvieron para nada.

Cuando les pregunté si podía publicar sus apellidos, Luis y El Otro Luis me pidieron que no lo hiciera. “No vaya’ser que lo lea mi familia”, me dijo El Otro Luis y Luis lo secundó. Algo similar me había dicho Juan Carlos, días antes, cuando hablamos por teléfono. “Nomás sin balconearme porque luego mis hermanas se preocupan”.

La mala fortuna de Juan Carlos no empezó en la pandemia, pero sí se reforzó. Todo empezó el año pasado, cuando se fue la quiebra la empresa familiar de alfarería que estaba en Tonalá, Jalisco. Después se enfermó gravemente y tuvo que deshacerse de un propiedades para costear su tratamiento. Luego le robaron el carro y, hace poco, cuando estaba repartiendo fruta y verdura, le robaron la camioneta. 

Hoy sigue de repartidor en auto prestado, pero también trabaja en un taller de macetas que queda en el otro municipio, Tlaquepaque, donde le pagan mil 500 pesos al mes, y los fines de semana lo trae un grupo de banda de jala cables y le dan entre 200 y 300 pesos. “Has de cuenta que me hubiera caído una maldición”, me dijo medio en broma y medio en serio.

Por lo que le oí, Juan Carlos cree que no logra encontrar un buen empleo porque tiene 50 años y porque estudió hasta la secundaria. “Tengo muchas limitantes para conseguir un trabajo donde gane más de dos 500 mil pesos al mes”, me dijo. “He pasado mes y medio dejando solicitudes de empleo y nadie me llama. Yo pensaba que usted me llamaba para ofrecerme trabajo”.

Después del malentendido, Juan Carlos me contó que, en Tonalá y en Tlaquepaque, sus familiares alfareros están quebrados. “Tuvieron que vender sus camiones para salir de las deudas”, me dijo y luego me platicó que por el Parián hay negocios y negocios cerrados, con cárteles de “se renta”.

¿Tú pagas renta?

—Sí, 2 mil 500 al mes, que es lo que gano.

¿Familia?

—Cuatro hijos, dos ya son independientes.

¿Y cómo le haces para la comida?

—Vendo encendedores, chicles y con mi hija empezamos un negocio de hot-dogs. A veces creo que cada desgracia me fue preparando para aguantar esto. Porque, imagínate, que de un día para otro pierdas todo ha de ser bien cabrón.

​Ted, un asesor cannábico de 34 años que estudió Relaciones Internacionales en la UNAM y que trabajaba de hacker para empresas, sabe de ese sentimiento de perderlo (casi) todo. A él lo conocí hace más de un año, cuando Vicente Fox andaba de cabildero cannábico y organizó el Cannamex en su rancho de Guanajuato. “Ese wey ya no es cabildero, no tiene interlocución ni consigo mismo”, le dije a Ted que me contó una cabildera.

Antes de la pandemia, Ted no sólo enseñaba al consumidor de cannabis a cultivar en indoor, sino que extraía y vendía CBD, el cannabidiol que se extrae de la flor de mariguana y que en el mundo está que arde. A sus ganancias le sumaba lo que recibía, en dinero o en especie, cuando lo invitaban a eventos cannábicos para hablar sobre la legalización, el mercado, el autocultivo y todo lo que ha ido aprendiendo con los años y con los porros. Esas diversas entradas de dinero le daban para vivir en Coyoacán y darse una vida relajada.

“Si vieras mi agenda: tenía catas, campeonatos, conversatorios y un chingo de actividades más, porque como era el año de la legalización toda la raza se estaba preparando. Y madres. La pandemia. Y todo se empezó a cancelar. Luego cerramos el club cannábico que teníamos en la Condesa. Me deprimí. ¿Y ahora qué iba a hacer?”.

¿Y qué hiciste?

—Por ahora, me regresé a la casa de mi jefa, allá por Aragón, y me he venido a ayudar al plantón del Movimiento Cannábico Mexicano. De aquí saco asesorías con la gente, pero nada comparado con lo que tenía antes: a veces saco 200 o 300 pesos a la semana. Mis ex jefes de donde trabajaba de hacker me dijeron que no tienen bronca en que falsifique el antidoping. Y en esas ando.

FS

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