¿Qué nos ha dejado la violencia? ¿Qué mundo se ha desprendido y descubierto desde que apareció en la primera plana de un periódico la palabra narco? ¿Qué figuras y empresas delictuosas progresan día tras día? ¿Cómo se han transformado las ciudades, las vidas, la seguridad después de oler tanta sangre en las calles de México? ¿Qué caminos nos llevan a entender los asesinatos de alcaldes en diversos estados de la República? En Roja oscuridad. Crónica de días aciagos (Planeta, 2015), el escritor y periodista Héctor de Mauleón retrata algunos de los casos criminales que han cambiado la forma de entender nuestros tiempos.
A través de 15 crónicas, el narrador mexicano reconstruye la forma en que el secuestro se ha perfeccionado —o, mejor dicho, popularizado— y cómo la trata de personas se ha consolidado como una red solo explicable gracias a la impunidad; también traza perfiles de quienes ya forman parte de la historia criminal contemporánea como Los Beltrán Leyva, Amado Carrillo o Mario Aburto Martínez; y hace un recuento puntual de casos como los de Florence Cassez o El Pozolero, el criminal tijuanense de quien recuerda el cronista: "Me causó compasión, [OBJECT]porque él pensaba que no había hecho algo malo; quise saber quién era y fui al lugar donde disolvió los cuerpos para tener la perspectiva de lo que había hecho. Cuando piensas que ya llegamos a lo peor en esta espiral violenta, siempre hay algo que lo supera. El Pozolero disolvió 300 cuerpos mientras él decía que no había hecho nada". De esta serie de trabajos, el también autor de La ciudad que nos inventa (Cal y Arena, 2015), habla en esta entrevista.
¿Por qué hacer un libro después de vivir, leer en diarios y sentir tanta violencia?
La idea fue reunir crónicas que he publicado sobre la violencia, en esta horrible era que está viviendo el país. Las comencé a reunir, en un principio, alrededor del narcotráfico y el secuestro. Como escritor y periodista, tuve la sensación de que no podía cerrar los ojos frente a lo que estaba pasando en México; a pesar de que yo venía del periodismo cultural, me impactaba mucho la forma en que la violencia se nos metió en la vida. Se nos metió por la cocina, por la puerta trasera, y nos dimos cuenta cuando ya estaba instalada en nuestras casas. Me impresionó mucho que este proceso tuviera dos vertientes: una, la exhibición mediática de lo indecible: descabezados, encobijados, personas colgadas de los puentes; y la otra, que no la podíamos medir. Esto me llevó a cuestionarme: ¿cuándo nos pasó esto?, ¿cuándo nació, dónde estaba escondido esto que ahora lo tenemos a flor de piel...? Entonces comencé a seguir los temas del narcotráfico, porque me llamaba la atención cómo un hombre que aparecía en los medios un día, al siguiente no lo volvías a ver; o cómo de una mañana a otra te enterabas que el líder de un grupo criminal ya era otro; o veías cómo los grupos criminales estaban asociados, después eran enemigos y luego volvían a ser aliados.
¿Cómo rastreaste esa violencia?
El libro se fue haciendo a lo largo del tiempo, fui publicando la mayor parte de las crónicas conforme las iba escribiendo e investigando. Sin [OBJECT]embargo, la idea inicial fue la de buscar en las hemerotecas las huellas de cuándo había llegado por primera vez la violencia a la primera plana de un periódico y qué había pasado desde entonces. Indagué desde la llegada y la muerte de Enrique Camarena, agente de la DEA; la aparición de Rafael Caro Quintero en los medios, y cuándo se usó por primera vez la palabra narco; fue hace 30 años —entre 1984 y 1985— cuando salió de la nota roja y llegó a la primera plana de un periódico un asunto del narcotráfico, y cuando eso ocurrió nos dimos cuenta que el país estaba inundado, invadido y cooptado completamente por organizaciones que tenían en la bolsa desde gobernadores hasta militares. Una realidad que no habíamos percibido comenzó a aflorar a partir de ese momento. Por ejemplo, en esos años no teníamos noticia de que existiera el cártel de Sinaloa, ni de que se había movido a Guadalajara favorecido por la operación Cóndor, eso lo sabían unos cuantos. El narcotráfico no estaba en la opinión pública; sin embargo, estaban ocurriendo una serie de cosas, como el poder que tuvo Miguel Ángel Félix Gallardo y la manera en que al ser detenido repartió el país a sus lugartenientes. Aquí entramos en la fase primera, que cimentó lo que hoy estamos viviendo: una constelación de cárteles a veces aliados y a veces enfrentados, infiltrando los cuerpos de seguridad, la política, y tomando como rehén a la sociedad. Comencé a seguir eso a través de personajes como Amado Carrillo, Ramón Arellano, El Chapo Guzmán y Beltrán Leyva, entre otros, hasta llegar a El Mencho, líder del cártel Nueva Generación de Jalisco, y comencé a tratar de entender este frenesí de sangre en el que estamos y todo lo que lo acompañó, porque al fortalecerse durante de tantos años con gobiernos que cerraron los ojos y actuaron en contubernio con los criminales, se fueron desarrollando otras industrias: la trata de personas, la piratería, el secuestro, etcétera, porque tenían hombres, armas e impunidad... Lo que intenté hacer al llegar a esta especie de recuento histórico fue, también, imaginar cómo nos verán dentro de 100 años, cómo leerían este periodo: hay que contarlo. Mientras hacía una investigación sobre la Decena Trágica, el maderismo y la Revolución Mexicana en sus primeros años, me desesperaba por la falta de crónicas a ras de piso; me hubiera encantado saber más cosas, y un poco reflexionando sobre eso, que siempre hacen falta testimonios de época, pensé que el momento que desgraciadamente me tocó vivir y que culminó con el asesinato de una tía de la manera más horrible, 65 puñaladas, merecía tener un registro.
El secuestro es la segunda ramificación del crimen organizado; uno de los temas que más abordas en este libro.
El secuestro es la segunda industria que se desprende del narcotráfico cuando los grupos se comienzan a descabezar. El secuestro tiene en el país una historia muy vieja, viene de la guerrilla. Su primer momento llega hasta los ochenta, la época dorada del secuestro político, es decir, el orquestado con fines de propaganda ideológica y de recabar recursos para financiar a los movimientos armados que estaban desde los años sesenta; ese periodo se cierra con el aniquilamiento de esos grupos por medio de la Dirección Federal de Seguridad y el Ejército, pero en la cárcel, los encargados de combatir la guerrilla, se quedan un poco con el negocio; entonces hay un momento en el que se funden delincuentes y policías con el legado de técnicas de secuestro —y su perfeccionamiento— que habían explorado en la guerrilla durante mucho tiempo. Y entonces viene una arremetida atroz, que llega al año 2000 con índices como nunca los había tenido el país y con la marcha contra la inseguridad.
Ahí es cuando el secuestro comienza a ser un asunto con un alto costo político.
Sí, porque estaba golpeando a empresarios, entonces se transformó en todo un tema. Andrés Manuel López Obrador cerró los ojos y dijo que era un problema de pirruris, mientras que el país estaba siendo devastado por este tipo de organizaciones. Veníamos de la época donde apareció El Mochaorejas, Andrés Caletri y muchos criminales de los más brutales en la historia del secuestro, y de la creación de organizaciones de 20 o 25 personas cuya especialidad era el secuestro. El secuestro vivió ese segundo momento cuando divididos en células, unos se encargaban de secuestrar, otros de negociar, otro de hacer la entrega, etcétera; eran organizaciones muy complejas que habían copiado el modo de operar de la guerrilla. Vino después otro momento, la tercera época del secuestro, que fue después de la guerra de Calderón y del descabezamiento de los cárteles; entonces quedaron células de hombres armados que ya no respondían a una autoridad, a una jerarquía, a un poder vertical, y que actuaban bajo su propio arbitrio y que eran cada vez más violentos hasta llegar el momento, como lo estamos viendo hoy, de secuestros que son aleatorios, al azar; simplemente porque te vieron en una carretera, en una tienda o porque vieron tu coche en una gasolinera. Ya ni te llevan a casas de seguridad, te mantienen en un coche algunas horas en lo que hacen la negociación, ya no piden millones de pesos como El Mochaorejas, sino que te secuestran por la cantidad que sea, entonces, como cronista quise hacer un arco donde se pudiera narrar desde el inicio, desde el momento en que entramos en esta era negra, de oscuridad, de horror, hasta los días que estábamos viviendo, y lo que me encontraba por acá y por allá era el secuestro.
Uno de los personajes que abordas es Florence Cassez. ¿Qué perspectiva tienes a 10 años del caso?
Ése era un caso de secuestro pero también era un caso de la inoperancia de la justicia, la manera en la que la justicia se hace, pero que en realidad no se hace. A Cassez la liberaron no porque fuera inocente, sino porque se violó el proceso, no siguieron el debido proceso. No quedó la certeza de que había sido inocente, sino de que el proceso había sido incorrecto. Y es muy desesperante que nunca sabremos la verdad; estuvo lleno de invenciones; la verdad se perdió para siempre, fue totalmente desdibujada.
Más atrás, en la historia política y criminal de México, está Mario Aburto, que abordas en una extensa crónica.
Me fascinaron esas figuras que iban apareciendo. Pude ver el expediente del proceso de Aburto. Lo pude leer 20 años después del asesinato, y con esa perspectiva tenemos una gran lección, porque mucha gente tiene dudas, mucha gente no sabe si fue Aburto, si fue Salinas, si fue un asesino solitario... o qué fue. Y no lo saben porque los medios ayudan a que no lo sepas, la grilla se mete por doquier y todo lo distorsiona, y porque tenemos un sistema de justicia totalmente ineficiente. Inoperante.
¿Y cuál es tu idea del caso Aburto?
Yo creo que actuó solo, pero queda un resquicio abierto y es que alguien lo pudo haber dirigido, le pudo haber metido cosas en la cabeza. A dos décadas de distancia, si no hubiera sido un asesino solitario, ya hubiéramos sabido muchas cosas.
Tu crónica "Los días de plomo" aborda la cacería de periodistas. ¿Una consecuencia más del alza de grupos criminales?
Otra de las consecuencias de esa violencia ha sido el silencio de los periodistas. México se volvió el país donde más periodistas mataban. Obviamente había que hacer una crónica. Me encontré muchas cosas, entre ellas, la indefensión de los periodistas, esto de que "si lo mataron en algo andaba" es completamente cierto y completamente falso. Hay regiones enteras donde no sabemos qué está pasando porque ya no se está haciendo periodismo, es lo que le pasa hoy a Tamaulipas y muchas zonas. Y en los días más duros de la guerra de Calderón contra el narcotráfico, se borró todo lo qué estaba pasando en lugares como Guerrero, Michoacán, Tijuana, Durango, no sabías qué sucedía, y al mismo tiempo estaba el reporte de periodistas que morían. Hay periodistas que están completamente desprotegidos: el Estado no te da seguridad y estás a merced de que llegue alguien a decirte que si no publicas algo, te matan. Y te dicen: "Agarra este dinero porque sí, y como ya te pagué, soy tu dueño", y es el drama que han enfrentado muchos reporteros de provincia.
Como periodista, ¿qué te parece la cobertura actual de temas sobre el narcotráfico o de acontecimientos tan importantes como Ayotzinapa?
Son momentos muy extremos en los cuales ha entrado en juego el factor político. Hay una polarización inmensa en las opiniones, como si todos tuviéramos la verdad y como si todo aquél que se alejara de la supuesta verdad mereciera el título de traidor y vendido. Éste es un momento en el que incluso se confundió el periodismo con el activismo. Hay activistas que se hacen pasar por periodistas, y hacen creer a los lectores que hacen periodismo cuando en realidad lo que hacen es un periodismo con causa, que quiere lograr algo, imponer una versión. Es un momento difícil para el periodismo no solamente por los días de plomo, sino también por esto. En el caso de Ayotzinapa vimos cómo los periodistas de Guerrero son víctimas de los políticos, de los caciques, de los narcotraficantes, de los guerrilleros y de los activistas de las buenas causas. Están atados a todo. Es un momento que tenemos que repensar mil veces, la función del periodismo, separar el activismo y la militancia del ejercicio periodístico propiamente. Estoy convencido de que un cobarde no puede hacer periodismo. Cuando tienes esas limitaciones, no puedes ejercer el oficio. Éste es un momento en el que muchas cosas confluyen. Hay que volver a lo básico, hacer preguntas.