Redacto este testimonio en la Conmemoración de los Fieles Difuntos, que ahora, por obra y gracia del mercantilismo en México la gente se empeña en denominar ‘Día de muertos’ sin medir las consecuencias que implica ‘celebrar’ a secas la muerte en tiempos de pandemia, de ejecuciones barbáricas y de fosas clandestinos. Y lo hago al tiempo que se despide del tiempo, horas después de su rápido deceso, a la edad de 63 años, en la ciudad que le vio nacer en 1958, Guadalajara, la enorme y trascendental pintora Martha Pacheco.
Que haya dejado de existir el día de Todos los santos y sus exequias fueran en el de los Fieles Difuntos, es en su caso, una circunstancia singularísima, casi una predestinación. No abundaré en los lugares comunes que acerca de su obra pictórica se han repetido en las últimas horas, sino de la experiencia que gracias a la mujer de una sola pieza que fue y a su inmenso legado aprovechamos los beneficiarios de la misma y, como no decirlo ahora, a la relación personal que gracias a las sesiones de dibujo en el taller de Juan Carlos Macías compartimos en los últimos años no menos que la cercanía de amistades comunes y entrañables, como las de Denisse Montiel y de Claudio Jiménez Vizcarra, el más consistente cultor de su obra.
Martha fue una pintora de oficio por tres motivos: la necesidad absoluta de comunicar lo que llevaba dentro, su capacidad para hacerlo con destreza sin par y el dominio sin límite que alcanzó para transmitir gracias a eso una sensibilidad exquisita, más allá de su apariencia huraña, retraída y e incluso embarazosa para los que subsisten atados a los convencionalismos más ramplones.
Ella formó parte de una generación de vanguardia y de ruptura en el pacato ámbito de una ciudad que si bien sirvió de cuna a los Gerardo Murillo, Guadalupe Montenegro, Carlos González Camarena, Juan Soriano, Jorge Martínez y Gabriel Flores, salvo los dos últimos los demás alcanzaron calado hondo –siguiendo las huellas del primer tapatío en hacerlo, José de Ibarra (1685-1756)– gracias a su temprano abandono de la patria chica y a su dispersión por el dilatado y ancho mundo.
Martha, en cambio, tuvo su eclosión particular no a pesar de sino gracias a la ocasión de vivir en los márgenes de una capital que la vio nacer seis años antes del ‘tapatío un millón’ (1964) y al Taller de Investigación Visual (TIV, 1981) al lado del inmenso y perturbador Javier Campos Cabello, de Miguel Ángel López Medina, Irma Naranjo y Salvador Rodríguez, a los que se incorporó al lado de Gabriel Mendoza.
Fue la suya una generación que tuvo por liza el retorno a lo figurativo desde un sentido de compromiso social y político, corrosivo y ruptura totalmente distante a de los genios del nacionalismo mexicano, con el zapotlense José Clemente Orozco a la cabeza, y sin empacho de retornar a la esencia del oficio como en los tiempos gremiales y comunitarios al grado de firmar en colectivo sus obras. Y fue para ella la ocasión de dejarse cautivar por lo más bello y sublime del amor a la humanidad y la vida desde la negación absoluta de estos términos como concepto.
En efecto, sin engancharse en el arte existencialista a lo Francis Bacon ni del crudo realismo al modo de Lucien Freud, Martha se sirvió de los modelos más periféricos y vulnerables no tanto para retratarlos como para mostrar en grado superlativo la compasión llevada al paroxismo por los excluidos, los marginados, los que fallecieron de forma trágica y hasta sin datos de su identidad.
Vivió su vida a tope y hasta las heces el dolor y el sufrimiento propio y ajeno pero desde su esencia femenina y hasta maternal, no deseosa de la aprobación de nadie, salvo de sí misma, pero siempre atenta al otro.
Con su muerte nos deja una obra que necesitamos reconocer como un augurio de lo que ya está aquí, la trivialización de lo más noble y delicado como preludio del vacío, de la crueldad y de la nada. ¡Descansa en paz, expedicionaria enorme del infinito y de la trascendencia!
Tomás de Híjar Ornelas