Si Andrés Manuel López Obrador no tuviera la investidura de Presidente de México, un desliz como el que ha provocado en el ámbito de la diplomacia este 25 de marzo, pidiendo, por conducto de la Secretaría de Relaciones Exteriores, al Rey de España y al Papa, que presenten una petición de perdón al pueblo que su Gobierno representa “por los abusos de la conquista”, el lance sería anecdótico y hasta risible. Lo malo es que lo hace a nombre de los nacidos en este suelo y como su postura nos embadurna a todos, pues la presenta como “la única forma posible de lograr una reconciliación plena entre ambos países”, no puede uno quedarse callado.
El especioso argumento de quien sabemos es un grande aficionado a la historia, pero ahora deja claro, no un historiador, se ha granjeado el inmediato y firme rechazo del gobierno de España y ha colocado el nuestro en un ridículo internacional del que sólo sacaremos descrédito.
Y es que solicitar a dos jefes de Estado se disculpen por hechos en los que participaron los ámbitos gubernamentales que ahora encabezan en sucesos acaecidos hace medio Notivox da pie a lo que de inmediato respondió la Cancillería española con la cuidadosa jerga de la diplomacia, que “lamenta profundamente” el reclamo pero lo “rechaza con firmeza”.
Poco antes de tan afrentoso lance y a modo de balandronada, en las que no es novato, López Obrador, acompañado de su cónyuge, Beatriz Gutiérrez Müller, que aun teniendo el grado académico de historiadora y de estar al frente del Consejo Asesor Honorario de la iniciativa de Memoria Histórica y Cultural de México no supo asesorar a su marido, había dicho que el arribo de Cortes y sus quinientos acompañantes hace la misma cantidad de años a las costas de lo que hoy es el Estado de Tabasco, en la desembocadura del río Grijalva con el Golfo de México, el 14 de marzo de 1519, había sido “una invasión” en la que “se cometieron muchas arbitrariedades”.
Descubrir el hilo negro luego de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, que compuso fray Bartolomé de las Casas en 1552 y retomar la parte dura de lo que ciertamente pasó al calor de un argumento político – teológico, usado como ariete para modificar de forma rotunda e irreversible el hábitat de los moradores del macizo continental americano, no podemos reducirlo al sufrimiento y ruina de los pueblos y culturas que habitaban esta parte del mundo en aquel entonces.
Asumir de ese modo poses reivindicatorias, olorosas a la naftalina de un nacionalismo trasnochado, no justifica, a la vuelta de tantos siglos, reclamos de esa índole que lejos de abonar la integración cultural, la lesiona, pues, como escribió Montalembert, “para juzgar el pasado deberíamos haberlo vivido; para condenarlo no deberíamos deberle nada”.
Esperemos que todo esto se reduzca al pitorreo inmediato con el que los cibernautas han reaccionado al reclamo presidencial, aunque no parece que sea así. ¡Qué pena!