En los próximos meses se publicarán muchos estudios sociológicos y psicológicos sobre el sexo en tiempos de aislamiento y su obvio corolario: el onanismo. Práctica común, que todavía es considerada por algunos tabú, el sexo en solitario también ha sido abordado por diversos artistas tanto literarios, como pictóricos, musicales y hasta cinematográficos, aunque pocos han alcanzado los tintes poéticos del francés Jean Genet en su filme “Un chant d’amour” (1950).
Única película de su autor, con duración de veinticinco minutos silenciosos en blanco y negro, ésta obra, considerada una joya del Séptimo Arte, narra la vida de un grupo de hombres confinados en prisión, cada uno con sus propias fantasías, bajo la restricción del aislamiento forzado. Uno parece desesperadamente enamorado de su prójimo. Otro baila solo en el pequeño espacio de su celda. Uno más, todavía postrado en su colchón, padece un ataque de locura. Por último, un policía voyerista los observa a todos sin que se percaten de ello.
“Un chant d’amour” no se estrenó el año de su rodaje. Jean Genet tenía entonces poco más de cuarenta años, algunos de los cuales pasó tras las rejas, donde escribió parte de sus textos más emblemáticos: “Diario del Ladrón”, “Nuestra Señora de las Flores” y “Milagro de la Rosa”, tres novelas en las que exploró el mundo carcelario y sus fetiches, mismos que retomó en la cinta.
La película circuló durante más de veinte años como objeto pornográfico, y en ciertas redes de cine experimental, desde París hasta Nueva York. Jonas Mekas, figura del cine alternativo que murió en 2019, con frecuencia dijo que fue arrestado y golpeado por intentar proyectarla a mediados de los años sesenta. En 1975, “Un chant d’amour” aterrizó en el National Cinema Center, que autorizó su distribución, aunque la prohibió a menores de dieciséis años.
Pero el material no es una película pornográfica con todo y que la anatomía masculina sea su punto focal absoluto. Donde debe dirige la mirada del espectador a cada disparo: en la lona de los ásperos pantalones o las áreas velludas de los protagonistas, todo es orgánico y voluptuoso. Sobre todo, una escena penetra en la memoria como un resplandor erótico sublime: un hombre incrusta suavemente una paja en el hoyo de una pared para soplar el humo de su cigarrillo directamente en la boca de su vecino.
El blanco y el negro esculpen con amor el material en relieves profundos: músculos sobresalientes y aspereza de cal alrededor. La fotografía firmada por Jean Cocteau y Jacques Natteau visualiza lo blando y lo duro, la restricción y el deseo, el interior y el exterior, como parámetros reversibles.
Aunque existe una versión musicalizada de “Un chant d’amour”, que explica e interpreta innecesariamente su lado místico, el filme original, silente, lo convierte en una pieza de todos los tiempos. Los actores son de todos los colores, de todos los tipos y de todas las edades. La prisión en sí es una indeterminación, un lugar mínimo y casi abstracto: cuatro paredes entre las cuales hay hombres que pasan sus días y noches imaginando lo que hacen sus vecinos de celda. Es pues una película coral en el sentido noble, tan musical como sus ambiciones de título: nunca se sabe realmente quién fantasea con quién.
Como en el teatro de Jean Genet o en sus novelas, el deseo es un principio narrativo dinámico que circula sin cesar, y las fantasías se unen para ignorar la primacía de la mirada. Cuando termina la cinta, se ignora cuál de estos hombres fantaseó y cuál aprovechó el momento. Sublime forma de abolir en un vértigo sensual los códigos de dominación y de revertir los códigos del poder.