Los prólogos de los libros suelen ser herramientas útiles para los nuevos lectores de un autor. Si los encargados de hacerlos —casi siempre expertos en la vida, la obra y la trascendencia de los prologados— hacen bien su trabajo, el compendio se vuelve una fascinación, un acercamiento —puente en el sentido estricto del término— entre quien lee y quien escribió. Puede decirse que un buen prólogo es otro libro sobre el libro.
Otros personajes que deben ser reconocidos en la presentación de un texto son los traductores. Antes de hablar de los Todos los cuentos de Clarice Lispector —un verdadero acontecimiento literario— habrá que citar a Benjamin Moser por su fino trabajo como introductor y a Cristina Peri Rossi, Elena Losada, Juan García Gayó, Marcelo Cohen y Mario Morales por sus traducciones del portugués.
Un comprador habitual de libros sabe, de antemano, qué nuevo inquilino llegará a la biblioteca personal. Nombre, autor y editorial. Pero también sabe que habrá un asombro en el estante. En ese detalle se parece a un comprador ocasional, quien va dispuesto a ser otro desde otro. La sorpresa —espanto dulce— atrapa a ambos. El uno y el otro saben que el precio de un tomo no indica su valor. La antología de una de las grandes escritoras del siglo XX es invaluable. ¿Por qué? Porque será una compañía de toda la vida. Lispector ejerce, desde la primera línea, una seducción desenfrenada. Su prosa encanta. No por emocional, que lo es, sino por artística. Tiene razón Moser: es glamurosa. Todos los relatos contenidos en este volumen son pequeñas criaturas de una vida llena de letras. De estaciones de letras. Habrá que decirle al debutante en este mundo, casi gorgonal, que petrifican, que aprehenden. Sus millones de lectores en todo el mundo no se quejarán de la sentencia. Lo saben y lo han sufrido. No es posible salir de ella. El autor del prólogo cuenta que un amigo le dijo a una de sus lectoras: “Eso no es literatura, es brujería”.
Las antologías de este tipo ofrecen al lector la oportunidad del juego. Se pueden leer de corrido (en el caso de Lispector es un “recorrido” de vida) o salteados o de atrás para adelante o al azar. En cada uno de ellos se nota la existencia de una mujer impetuosa a la que nada impidió escribir. Más que una autora es una disciplina, una constante consistencia. Los escenarios —algunos muy femeninos— no constituyen un debate de géneros. Son humanos, entrañablemente humanos. No es casual que entre sus seguidores abunden hombres atrapados por una inteligencia, por una protectora, por hechicera de sentimientos. Allí su firme vitalidad. Editorial Siruela ofrece al lector de la FIL una compañera para toda la vida, con toda la vida.
ÁSS