Ir al doctor es una de las cosas que, si lo miramos con curiosidad, puede resultar interesante por los misterios que encierra.
Para empezar, los médicos nunca nos atienden a la hora de la cita. Un especialista al que visito es tan infalible en sus retardos que creo que trae consigo un reloj especial diseñado con un retraso de media hora o más. Posiblemente en las tiendas de instrumental y equipos médicos se pueden comprar estetoscopios, abatelenguas, medidores de presión arterial y estos relojes para médicos, calibrados para que los galenos puedan llegar puntualmente tarde a sus citas.
-Disculpe, necesito un reloj para consultas médicas porque el mío ya no me funciona.
- ¿Se le descompuso, doctor? Podemos repararlo…
- No, el reloj anda perfectamente pero no me funciona porque solo tiene media hora de retraso y ya me es insuficiente, necesito uno que tenga una hora completa.
El año pasado tuve que esperar tanto al especialista que cuando por fin me tocó el turno de ser atendido, mi problema de alergia primaveral ya se había convertido en una influenza invernal. En esta regla hipocrática de no atender al paciente a la hora señalada tiene su origen la palabra “paciente” para referirse al enfermo.
Otros insumos que podemos comprar en la tienda para médicos son revistas de entretenimiento para pasar el rato mientras se espera el turno de ser atendido por el doctor. La particularidad de estos magazines es que, mientras más viejos y obsoletos, mejor. En todos los consultorios hay una mesita con publicaciones de chismes de personalidades. Lo extraño es que nunca las renuevan. Podemos encontrar desde una revista Vanidades de 1980 hasta una revista Hola de 1945, del tiempo en que la joven princesa Isabel de Inglaterra vivía su noviazgo con el gallardo veinteañero Felipe, Duque de Edimburgo, y de las infidelidades de éste. Porque eso sí, los deslices de la realeza no son inventados, son reales.
Cuando por fin llega el ansiado turno, el doctor nos hace pasar y nos somete a una serie de preguntas embarazosas. Por ejemplo: «¿Está usted obrando bien?» Yo sé que no está indagando por mi comportamiento ni por aspectos filosóficos, sino fisiológicos, y empiezo a incomodarme. Respondo: «En general sí pero… bueno… hay veces que… no tan bien.» El galeno vuelve a atacar: «¿De qué color?, ¿puede describirme la consistencia? ¿sufre de gases?» Posiblemente los estudiantes de medicina, además de llevar materias como Anatomía, Histología, Inmunología, etcétera, también tienen que cursar un semestre de Escatología.
A decir verdad, esas preguntas tan íntimas me da pena contestarlas y empiezo a mentir y a disfrazar las respuestas, lo cual provoca que el expediente que el doctor hace de mí solo tenga de cierto mi nombre. Y a veces ni eso porque la gente suele cambiar Juan Miguel por Juan Manuel, en el mejor de los casos. Otras veces menos afortunadas mi nombre empieza a sufrir una metamorfosis kafkiana y en algún momento pasa a José Manuel, luego a Luis Manuel, Luis Francisco y así hasta terminar en Federico Leobardo II.
En la consulta médica, la revisión física es un ritual que se realiza con artilugios cuyos nombres dejan al descubierto esa fascinación obsesiva que tiene el mundo de la medicina por las palabras esdrújulas. Veamos solo unos ejemplos. Primero nos suben a la báscula, acto seguido nos miden la tensión arterial con un aparato que se denomina baumanómetro, nos toman la temperatura con el termómetro, nos miden la oxigenación con el oxímetro, luego nos revisan con el espéculo -destinado a la cavidad nasal y no a la que podría pensarse por su nombre- y, en caso necesario, nos aplican el algómetro. Supongo que esta última palabra se inventó antes de saber para qué la usarían. Algómetro es una palabra vaga que significa: instrumento para medir algo, lo que sea. Con el tiempo lo aplicaron a un adminículo que sirve para medir el dolor.
¿Se fijan?, ¡todas son esdrújulas! No quiero ser cáustico pero paréceme que usar términos proparoxítonos es una fórmula lingüística atípica, excéntrica, de ínfulas enciclopédicas y poco didáctica para el público. ¿No creen?
Una vez que nos ha interrogado y examinado, el galeno nos extiende una receta llena de misterio, con mensajes ocultos, instrucciones encriptadas, jeroglíficos ininteligibles para cualquier mortal. Solo el empleado de la farmacia está capacitado, posiblemente con algún diplomado en Epigrafía Egipcia, para descifrar el código secreto. Si el doctor no nos explicara de viva voz que el jarabe tenemos que tomarlo a razón de una cucharada para sopa 3 veces al día y dos tabletas cada seis horas disueltas en agua, terminaríamos tomando 3 tabletas disueltas en la sopa y bailando un jarabe cada 6 horas.
Por todo lo anterior, la próxima vez que vaya al doctor y llegue el momento de pagar los honorarios, hágalo con gusto. Hay pocas oportunidades en la vida para ver reunidos instrumentos de diagnóstico esdrújulos, recetas en código encriptado, revistas impresas en papiro y relojes especiales para médicos con retraso. Los relojes, no los médicos.
@jmportillo