Entre el 2 de diciembre del 2010, fecha en la que se anunció la candidatura de Qatar como sede mundialista, y el 21 de noviembre del 2022, fecha de su inauguración, habrán pasado casi 12 peligrosos y tediosos años, convirtiendo la espera del próximo Mundial, en la travesía más larga de su historia.
El costo económico asumido por sus organizadores, gigantesco, parece irrelevante frente al doloroso costo político, deportivo y social, que ha pagado FIFA durante todo este tiempo. Impugnaciones, destituciones, persecuciones, demandas, juicios, escándalos, acusaciones y alteraciones como la del calendario de competencia para poder jugarlo en las fechas exigidas. Ninguna sede ha gozado de tantas facilidades y protección como Qatar 2022, al extremo de hipotecar la salud del organismo y el orden Internacional del juego. La deuda de los organizadores con el espectáculo será enorme.
Aunque el futbol no dependa de un comité, cualquier cosa que suceda dentro de la cancha, para bien o mal, será imputada a ellos. Por lo pronto, con las eliminatorias en su etapa final y las selecciones favoritas perfiladas, Qatar 2022 por primera vez en una década, empieza a cobrar forma.
El futbol y sus futbolistas es lo único que puede suavizar un Mundial que desde su candidatura ha sido estrambótico. La FIFA y sus socios qataríes necesitan que empiece a hablarse cada vez más del juego, sus emociones, pronósticos y expectativas, archivando con ello una interminable lista de agravios y problemas que hasta ahora, han hecho de su Copa del Mundo, lo menos parecido a una fiesta.
De Qatar se habló demasiado y durante muchos años, antes de poner en juego una pelota. El saldo que dejará este Mundial lo veremos en la próxima Navidad, cuando clubes y Ligas, sobre todo europeas, saquen conclusiones al parar sus campeonatos en seco para reanudarlos un mes después, con escaso margen para sus seleccionados.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo