La Liguilla dice mucho de nuestro estilo de vida: ir al límite, sobre la hora, al filo de la navaja; si el estilo de juego no ofrece esta clase de vértigo, parece que no motiva.
Durante las próximas jornadas, ocho equipos volverán a demostrar que cuando se juega como se vive, el futbol es capaz de provocar otro tipo de sensaciones. Aun así, cada temporada surgen debates sobre la validez de un formato que, con sus defectos y virtudes, es capaz de levantar pasión catafixiando tres semanas por seis meses: éste sigue siendo su principal argumento.
Porque, aunque se trata del mismo juego, no es lo mismo jugarse un partido, que jugarse la vida. Deportivamente causa conmoción, produce historias que refuerzan su espíritu, a veces heroico y otras endemoniado, pero en definitiva, ha normado el carácter aventurero de nuestro futbol, dispuesto a retar la estadística, maximizando el riesgo y minimizando la regularidad.
Después de cinco décadas de funcionar como el sistema dominante para elegir un campeón, nadie puede quejarse de la Liguilla, apelar sus injusticias o señalarla como causante de la mediocridad. De ello, quizá tengan culpa los torneos cortos, pero no la Liguilla, que tras casi medio siglo de existencia, ha visto nacer en su época un gran número de aficionados, jugadores, directivos, árbitros, periodistas y entrenadores: más que un formato de competencia, forma parte de la cultura del futbol mexicano.
Ante la dinámica de un mercado cada vez más competido, cabe preguntar si el futbol mundial no se quedó atrás mirando con desprecio el formato “playoff”, como un cuento de vaqueros: el deporte convertido en western. Españoles, italianos, alemanes y en los últimos años ingleses, han visto caer las audiencias de sus campeonatos regulares. La tendencia es negativa y aunque las cifras se estudien de reojo, son preocupantes. Quizá nuestra Liguilla, en el fondo, sea una solución.