
Es comprensible que la agenda de buena parte del planeta consista en capear el temporal desatado por Donald Trump. La súbita política proteccionista de la Casa Blanca, contraria al libre comercio, trastoca el modelo al que se había entregado el mundo desde hace 40 años, empujado justamente por el país que ahora lo torpedea.
El coro de lamentos que hoy provocan las agresiones comerciales y verbales de Trump podrían llevar a pensar que él es la fuente primaria de los problemas que nos aquejan; o que bastaría regresar al momento previo y neutralizar de alguna manera la anomalía o variable “Trump” para salir de esta pesadilla.
En el fondo, Trump es un síntoma de algo mucho más grave. Las excentricidades del neoyorquino simplemente aceleran el impacto de un problema de fondo. La globalización habría entrado en crisis con Trump o sin él. El Occidente y buena parte del mundo crecieron de manera significativa a partir de los ochenta y noventa, luego de la apertura de los mercados. Pero el proceso se fue debilitando hasta culminar en la crisis de 2008; posteriormente y con pequeños altibajos, la economía mundial entró en una fase de agotamiento con tasas que apenas superan el estancamiento.
Demasiado poco para compensar los efectos secundarios que el libre comercio causa al interior de los países, afectando a regiones, a ramas productivas y a grupos sociales que resultaron desfavorecidos por este modelo. La globalización provocó una prosperidad selectiva, muy concentrada en determinadas regiones y sectores y en detrimento de otros. Los beneficios decrecientes de los últimos años ya no alcanzaron a irradiar a los muchos afectados por este proceso.
Los sectores populares que votaron por el republicano en 2016 y en 2024 son los mismos que sufragaron en favor del Brexit en 2016 en Inglaterra. Trump es una vuelta de tuerca adicional en respuesta a algo que está en movimiento desde hace rato. El desencanto con los gobiernos dio lugar al surgimiento de populismos de izquierda y de derecha a lo largo de todo el mundo.
Las crisis y la exasperación que provoca el agotamiento del modelo han generado momentos propicios para los merolicos y para el verbo disparatado de los Trumps, Boris Johnson y Mileis del mundo. Pero no perdamos la proporción ante estos extravagantes mediáticos, capaces de explotar el malestar de las mayorías con argumentos emocionales y una retahíla de agravios. Ellos no generaron la inconformidad, solo la están explotando a su favor.
México es el mejor ejemplo de lo anterior. Nuestro país creció a tasas promedio de 4 por ciento anual con Carlos Salinas (1988-1994), 3.5 por ciento con Ernesto Zedillo (1994-2000), pero los siguientes 18 años, con Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, apenas se llegó a 2 por ciento por año y bajó a menos de uno por ciento con Andrés Manuel López Obrador. Y si las cifras son decepcionantemente modestas, los contrastes que se encuentran detrás de estos promedios explican la inconformidad de las mayorías.
Es decir, partes del norte y centro del país crecieron a tasas superiores al 5 por ciento anual, pero el sur y parte del centro se estancaron o de plano experimentaron decrecimientos. Ramas completas de la agricultura y la industria tradicional sucumbieron frente a importaciones de Estados Unidos y China, pero solo una porción de los trabajadores desplazados tuvo cabida en la economía integrada a la globalización. El resultado es que 40 años después del TLC alrededor de 55 por ciento de la fuerza laboral de México se busca la vida en la economía informal. El “sistema” ha sido incapaz de ofrecer una respuesta a la mayoría de la población.
Con variantes sucedió en todo el mundo, desde los obreros en Detroit a los agricultores en Francia, de los alfareros en Sicilia a los artesanos de Perú. Los nuevos líderes “carismáticos” que han tomado el poder canalizan el descontento y exploran posibilidades y respuestas, algunos de ellos de manera absurda e irresponsable.
El error de Trump es creer que la mera destrucción de lo que hizo la globalización es la respuesta; que basta encarecer a las importaciones para que la planta productiva de su país renazca y se recupere la prosperidad mítica de un supuesto pasado glorioso. Los expertos muestran que el retorno es imposible, entre otras cosas por el envejecimiento de la población, la robotización que produce desempleo y el predominio del sector servicios sobre la manufactura.
La globalización trajo una relativa prosperidad para un tercio de la población; en algunos países una proporción aún mayor. Pero dejó a las mayorías al margen del grueso de los beneficios. El reto ahora consiste en explorar nuevos caminos para que la integración comercial entre países sea menos distorsionadora y desequilibrante al interior de las naciones. Ciertamente la respuesta no es destruir esa prosperidad selectiva e insuficiente, pero al fin prosperidad.
El mundo se encuentra en la necesidad de responder al desafío de Trump para evitar los efectos devastadores de la mala medicina que está aplicando. Pero tendríamos que mantener la mirada puesta en la enfermedad de fondo. Encontrar el traje a la medida que cada país necesita para participar en un mundo integrado sin comprometer el bienestar de sus mayorías. Y eso va más allá de la defensa ante Trump, por más que esta sea la primera urgencia.