Según el filósofo francés Gaston Bachelard el bosque es un territorio en el que uno se pierde pero también se encuentra. Quizá baste con decir que para encontrarse es necesario perderse primero. Quien se pierde en el bosque va solo, o cuando menos metido herméticamente en sí mismo, pensando en sus cosas o en nada, con la intención de que la electricidad que circula de un árbol a otro, de acuerdo con la doctrina mesmérica, lo dote de inputs que puedan serle útiles cuando regrese a la civilización, una hora o un año después.
En la Edad Media se estableció el paralelismo entre el bosque y el desierto, los dos territorios servían a las personas para adentrarse en su propia soledad, para encontrarse, después de mucho caminar, a sí mismas. Desde este punto de vista el bosque y el desierto son la misma cosa, son espacios vacíos en los que uno va a encontrarse. La idea puede adoptarse perfectamente en el siglo XXI, caminar por el bosque es una actividad que promueve el autoconocimiento, pero también sirve para jerarquizar y relativizar los problemas y las ansiedades que nos agobian. Caminar por el desierto ya es más complicado, hace mucho calor o mucho frío y el desplazamiento por la arena puede resultar tortuoso al cabo de un rato. Yo he caminado por el desierto del Sahara, cerca de la frontera entre Marruecos y Argelia, y la experiencia fue tan fastuosa como caminar por el bosque, en los dos territorios he experimentado la misma abundancia, el mismo vacío y el inquietante pre-yo, y me quedó claro que para nosotros, los hijos del Occidente medieval, nuestro desierto es el bosque, la imaginería del Sahara deslumbra mientras que la del bosque ilumina.
San Jerónimo decía que la entrada en el desierto es un segundo bautismo, y lo mismo podríamos decir nosotros del bosque. No en vano tenemos en una de las orillas de Ciudad de México un bosque llamado el Desierto de los leones.
En el año 575 el monje irlandés Columbano se aventuró en una barca rumbo a Europa y ahí, aprovechando las redes de contactos que tenían desplegadas las órdenes religiosas en el continente, se recluyó en un bosque. A la red de contactos, digamos, religiosa, que sostenía a Columbano, se sumaba la red de la autoridad que designaba Dios para gobernar en la Tierra, en este caso en Francia, representada por el rey burgundio Gontran, que es quien invita al monje a refugiarse entre los árboles, en una biomasa específica sobre la que ejercía su mandato real, lo cual es un decir porque, como bien se sabe, dentro del bosque mandan las criaturas que viven ahí, los lobos y las fieras en general, pero también, en esa época, los cazadores, los carboneros, los forjadores, los bigres que eran los buscadores de miel y cera, “los fabricantes de cenizas que se empleaban en la elaboración del vidrio o del jabón, los que arrancaban las cortezas de los árboles que servían para curtir los cueros o también para hacer cuerdas”, de acuerdo con el recuento que hace Jacques Le Goff (Le merveilleux dans l’Occident médiéval), y también había los bellatores que trataban de convertir el interior del bosque en su coto privado de cacería, y los oratores, como Columbano, que rezaban en sus eremitas y aconsejaban a los reyes y a los plebeyos que se atrevían a internarse en la espesura. Entre todos hacían del bosque el motor económico de la zona, pero también el territorio donde reinaban la magia y los peligros, donde tenían lugar casi todas las maravillas del Medioevo.
El bosque, como puede apreciarse, estaba lleno de vida y sin embargo cuando llegó Columbano lo que vio fue “un vasto desierto, una áspera soledad”, de acuerdo con su biógrafo Jonás de Bobbio.
Al bosque se entra para estar solo, los eremitas como el monje irlandés se instalaban en una cabaña, o en una cueva, a orar, o a pensar sin el corsé de la oración. Los eremitas estaban solos como el resto de las criaturas, y como cualquiera que entre en el bosque con el proyecto de conocerse a sí mismo.
Así como en la Edad Media el desierto se transfiguró en el bosque sin perder sus propiedades esenciales, el bosque podría transformarse, en el siglo XXI y en nuestra ciudad, en la calle. ¿Es posible caminar por la calle como si se fuera uno desplazando por el bosque? Desde luego, si pensamos que absolutamente todo sucede dentro de nuestra cabeza, y aunque en la calle no contamos con la electricidad que corre entre los árboles, tenemos inputs distintos, basta con salir a observarlos con atención, a cazarlos, a recorrer esa misma calle como si lo hiciéramos por primera vez, con ese asombro, dispuestos a ver las maravillas que Columbano veía en el bosque.