“Érase una vez
Un lobito bueno
al que maltrataban
todos los corderos.”
José Agustín Goytisolo
“Una farsa”. “Todo ha sido inventado”. “La vida de un hombre ha sido destrozada”. “Destruyen a la gente”. “Son malas personas”. “Ésta es una época de miedo para los hombres jóvenes de América”. “Infame trama”. “Derechos atropellados”. “Rabioso colectivo”. “Linchadoras supuestamente acosadas”. “Masacran la honra de una persona”. “Ignorantes linchadores”.
Palabras-dardos. Palabras-balas. Palabras que hemos leído o escuchado en el lapso de unos días. Palabras dichas por dos hombres situados en dos lados distintos de la frontera. El americano, desde el poder que le confiere su investidura presidencial, y el mexicano, desde su oficio periodístico. Cito textualmente las palabras con las que han expresado su parecer ante sonados casos de denuncia por abuso sexual.
La cadena de adjetivos que recompongo en fragmento es poderosa porque –en su conjunto– tiene el poder de transformar la realidad. Las palabras, leídas en proximidad, revelan su energía hostil. Es un grito agresivo que expresa el deseo de invalidar la credibilidad que puedan tener las voces que no concuerden con el paisaje que pintan. Es un grito de guerra. O bien, como explica la académica feminista Louise Richardson-Self, nos encontramos frente a un discurso misógino. Un discurso de odio.
Aclaro: no me interesa perpetuar los libelos. No deseo continuar los dimes y diretes que alimentan la curiosidad pública con pan y circo. Quiero entender en qué momento estamos y qué reacomodos se están dando a un año del nacimiento del #MeToo y –posteriormente, en Monterrey– de #AcosoenlaU. Hace un año, las redes sociales ofrecieron a las mujeres un espacio seguro y potente para que pudieran hablar de dolorosas experiencias personales. Aquellas situaciones que de manera “natural” quedaban arrinconadas en lo más íntimo, en el secreto. Desde la palestra pública, las voces femeninas estremecieron el statu quo, abrieron un horizonte de optimismo frente a la violencia normalizada.
Hoy, a un año de este suceso sin precedentes, nos enfrentamos con una situación inesperadamente opuesta: los acusados acusan y las víctimas se han convertido en perpetradoras. El trastocamiento es posible gracias a la vara mágica del discurso de odio.
Pero, ¿qué es un discurso de odio?, ¿qué lo define?, ¿por qué surge con tanta fuerza y cuál es su capacidad de borrar nuestra memoria?, ¿por qué puede dar al traste con los avances en pro de los derechos de las mujeres?
Retomo las palabras antes citadas: “malas (evil), destructoras, rabiosas feministas, linchadoras”.
Lo dicho por el Presidente y el periodista nos expresan algo mucho más grande, una visión introyectada del mundo, una cosmovisión. Las palabras, juntas, enarbolan un discurso que en su hostilidad intenta humillar, silenciar, menospreciar, degradar. El discurso de odio no está dirigido a una persona en particular, sino que expresa hostilidad abierta hacia las mujeres, y al hacerlo, las degrada, las vilipendia, las discrimina. El discurso de odio oprime, y es precisamente esta función opresora la que hace objetable este discurso porque intimida, ridiculiza, ofende, degrada y humilla a las mujeres, en este caso, a quienes se atrevieron a alzar la voz.
El discurso de odio no intenta dialogar, sólo quiere aplastar. Es un discurso que estereotipa y denigra a un colectivo, y al estereotipar, invisibiliza las experiencias individuales, los matices, las diferencias.
El discurso de odio es una clara estrategia de retroceso a lo “ganado” por el #MeToo. En este caso –y de manera ingeniosa, debo admitir–, invirtiendo los roles: ellos son las víctimas, con todo lo que pierden y perderán con las injurias, y “el infierno” al que son sometidos por las mujeres, que no son más que victimarias.
Y entre tanto río de palabras, ¿quién vela por la verdad? M