¿En qué momento de la vida hombres y mujeres empezamos a aprender cosas tan distintas? No me refiero a las asignaturas escolares, sino a todo lo relacionado a la vida que vivimos, a nuestras relaciones interpersonales y nuestras expectativas sobre ellas. Me refiero a la conciencia y sensibilidad sobre nuestra manera de conectar con otros. A la decisión de hablar y callar.
Las publicaciones sobre los escándalos de acoso cometidos impunemente por personas del medio artístico en Hollywood, han tenido repercusiones importantes en nuestra comunidad. Es un caso donde lo local se apropia de lo global de una manera natural. Sin colonizaciones. Las redes sociales han sido la llave mágica que ha abierto la posibilidad a algunas mujeres de alzar la voz y contar su historia.
Desde temprana edad, las mujeres aprendemos que hay cosas de las que no se habla. Desde pequeñas, establecemos un pacto implícito sobre el silencio en torno a algunos temas. La sexualidad es quizá el tabú más fuerte e impenetrable. Es nuestro muro. Los cuentos infantiles lo pintan como un bosque denso, y quien se atreve a cruzarlo con las palabras se enfrenta a un estigma que marca de por vida.
La buena noticia es que hoy, las mujeres se han atrevido a hablar. Los testimonios de otras las ha envalentonado.
Algunas personas se preguntan por qué reviven hoy historias que pasaron hace tiempo. Por qué actrices tan famosas ocultaron esas experiencias tan terribles, por qué la fama no las empoderó para tomar el estrado y denunciar. Pareciera que el silencio causa sospecha. Me atrevo a pensar que el callar ha sido para ellas el atajo más visible. La única salida para sobrevivir a la revancha del productor poderoso.
En el caso de Monterrey, creo que hay muchas más razones. La cuestión es compleja. Nuestra comunidad femenina rica y pobre, blanca, indígena y mestiza, alfabetizada e iletrada, cosmopolita y regional, carece de una educación que reconozca el valor de la dignidad del propio cuerpo; carece de un entrenamiento que ayude a entender y poner alerta el peligro de los piropos, el riesgo que conlleva el acercamiento aparentemente amable o las caricias no pedidas ni deseadas. En los terrenos de la sexualidad, el acoso es una agresión que en un principio es difícil de detectar, una agresión que confunde. Es una violencia ambigua y letal.
Conozco a mujeres muy cercanas a mí que se asumieron como víctimas de acoso muchos años después de haberlo vivido. Y a otras que borraron de su memoria los abusos, mismos que recordaron a partir de una palabra, de un olor, de un gesto. La memoria tiene sus caminos.
Y la pregunta sigue. ¿Qué pasa con nuestra educación? ¿En qué momento el joven aprende que en su universo lo inadmisible es posible? ¿En qué momento el niño aprende a hacer suyo lo ajeno? ¿En qué parte de la vida el adulto empieza a creer que sus necesidades pueden ser satisfechas de inmediato, solo por antojo? ¿En qué momento confunde sus deseos con el de sus víctimas?
Nos queda la educación. En serio. No hay otro camino. Es una tarea de todos: de las madres, de los padres, de las escuelas, de los mercadólogos, de los gurús de los medios. Debemos asumir la responsabilidad de educar con conciencia de género y poner en alto la dignidad de todas.
Las familias tienen un largo camino que recorrer en este tema.
En cuanto a las instituciones educativas, no bastan los buenos deseos. Es obligación de todas tomar el tema por las riendas y definir reglas y códigos que se vivan y pongan alto a la impunidad.
Todas y todos necesitamos entender y hacer entender que lo inadmisible no debe tener lugar.