Recuerdo con bastante nitidez uno de mis primeros días de universidad. Yo todavía tenía aquella ingenua ilusión de que los profesores universitarios me llenarían de conocimientos útiles para mi desarrollo personal, académico y profesional. Para ser justo debo reconocer que sí que encontré algunos grandes maestros. Pero desde luego, no aquel día.
El profesor de teoría económica entró al aula y sin ni siquiera saludar a sus alumnos empezó a vomitar la lección. Con gran vehemencia nos habló del homo economicus. Según decía, todas las personas actuamos de forma racional para maximizar nuestro bienestar y a la vez minimizar el coste para obtenerlo. Es decir, que a partir de la información de la que disponemos tomamos decisiones que nos permitan tener aquello que deseamos con el mínimo esfuerzo posible.
Yo no podía creer lo que estaba escuchando. Sabía que el término homo economicus se había usado en distintos modelos económicos en un intento de simplificar la realidad y convertir la economía en una ciencia cuantitativa. ¡Pero no podía concebir que aquel hombre intentara convencernos de que semejante majadería se correspondía con la realidad!
Existe una arrolladora cantidad de estudios que evidencian que las decisiones que toma el ser humano no acostumbran a ser racionales ni le permiten maximizar la obtención de bienes y servicios minimizando su coste. Pero estén tranquilos, no voy a aburrirles con ello.
En su lugar les propondré algunos juegos que pueden practicar con sus amigos para observar que la mayoría de personas no toman decisiones racionales, sino emocionales. Mucha gente, cuando se encuentra delante de un problema complejo, toma decisiones en función de sus costumbres, sus instintos y sus esperanzas.
Compruébelo usted mismo. Cuando esté haciendo unas copas con sus amigos ponga 2.000 pesos encima de la mesa y proponga el siguiente juego: “Daré los 2.000 pesos a aquel que puje más alto por ellos y me quedaré con las distintas pujas que hayan hecho”. Si sus amigos son seres racionales se negarán a pujar por el dinero que usted dejó encima de la mesa. Pero si no analizan correctamente el juego usted saldrá del bar con los bolsillos llenos y sin amigos.
Puede ser que la primera apuesta sea tímida. Quizás alguien crea que con un solo peso se va a llevar los 2.000 que hay en juego. Pero el siguiente subirá la apuesta a dos pesos. Y el otro a tres. Y pronto todos se darán cuenta que si abandonan perderán el dinero con el que han pujado, y que merece la pena pujar un peso adicional para ver si los demás jugadores ser rinden.
Y peso a peso, las suma que se acumulará con la pujas superará con creces el premio ofrecido. Ante la posibilidad de quedarse con las manos vacías, los jugadores seguirán pujando otro peso más hasta vaciar las carteras. Pues cuando llegue su turno cada jugador se dará cuenta que merece la pena invertir un peso adicional antes que perder todo lo que ha pujado.
Con este juego de apuesta infinita se observa que mucha gente no analiza debidamente los riesgos que asume al pujar y se deja llevar por la esperanza de realizar una ganancia rápida y fácil.
Pero no sea avaricioso y dé a sus amigos (si todavía los conserva) la oportunidad de recuperar su dinero mediante el juego del ultimátum. Reembolse los 2.000 pesos invertidos en el anterior experimento y dé todo el dinero que ha ganado desplumando a sus amigos a un solo jugador. Dígales que este jugador va a repartir el dinero del modo que quiera. Si de forma unánime los demás jugadores están de acuerdo con el reparto, se dividirán el dinero según lo acordado. Si uno solo de ellos se niega a aceptar la forma de reparto propuesta, usted volverá a quedarse con todo el dinero.
Delante de tal situación el homo economicus aceptaría cualquier tipo de reparto que le propusieran. Pues por poco e injusto que sea el reparto, siempre será mejor que quedarse con las manos vacías. A sabiendas de esto, el jugador que reparte teóricamente debería asignar una pequeña fracción a los demás y quedarse la mayor parte para él.
Este juego se ha utilizado en numerosos experimentos. En muchos de ellos se ha observado como los jugadores a quienes se les había asignado una porción pequeña, han reaccionado ante la injusticia renunciando a su parte para dejar también sin ganancias al jugador que propuso el reparto. Esta reacción no sigue ninguna lógica racional, sino que es una respuesta completamente emocional.
También se ha observado que, a la hora de repartir, muchos jugadores proponen divisiones a partes iguales o incluso llegan a quedarse con una porción menor de la que han asignado al resto de jugadores. Esto no debería de ocurrir nunca si las personas se comportaran como homo economicus.
Existen distintas variaciones del juego del ultimátum. Una de ellas es el juego del dictador. En esta versión los jugadores no tienen potestad para rehusar la oferta. De forma que se hará lo que diga el jugador que reparte, guste o no. La decisión racional que permite maximizar el beneficio al jugador que reparte es quedarse con todo el dinero y no dar nada a los demás. Pero en los experimentos realizados rara vez se ha observado esta conducta. Mayoritariamente los jugadores “dictadores” acostumbran a repartir el dinero de una forma bastante equilibrada.
Si todavía tienen dudas sobre la existencia del homo economicus presten atención a cualquier comercial de carros o perfumes. No encontrarán en ellos un solo argumento racional de compra. El marketing acostumbra a apelar a los instintos, a los miedos y a las esperanzas para convencer a los consumidores.
El ser humano siente, desea, ama, y construye su vida de acuerdo con unos criterios que muchas veces son más emocionales que racionales. Los economistas deberían dejar de diseñar políticas para el ficticio homo economicus y empezar a admitir que los sentimientos tienen un importante papel en la toma de decisiones. Pues como dijo Pascal, “existen dos tipos de locura, la que excluye la razón y la que no admite nada más que la razón”.
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