Todas las guerras son cruentas. En lo que se diversifican, además de los involucrados, es en su extensión. El dolor y la pérdida resultan inherentes. Las naciones están condenadas a practicar la fuerza, porque jamás dejará de haber un territorio, recurso, poder o religión qué disputar por necedad de pocos y desgracia para muchos. Obrando en detrimento de un progreso que le ha costado a la humanidad su humanidad misma.
“Hay ruiseñores que cantan encima de los fusiles y en medio de las batallas”, escribe el poeta Miguel Hernández. Se llama resistencia y queda plasmada en la literatura, aunque la lírica represente algo distinto durante cada época.
Sin ser un analista militar, Isaac Bashevis Singer (1904-1991), premio Nobel de Literatura, no aborda en El huésped (Nórdica Libros) el nazismo y los horrores del Tercer Reich sino lo ocurrido después: sus consecuencias para los supervivientes del Holocausto que emigraron a Estados Unidos y crearon en Nueva York el barrio de Williamsburg.
Sin embargo, no se trata solo de esa comunidad en particular: simboliza un movimiento colectivo a pequeña escala. Bashevis no cuenta de nuevo la misma historia, da sentido a su memoria. De origen polaco, escribió en yidis, la lengua que utilizan los judíos asquenazíes, honrando su linaje.
Las trayectorias históricas de los personajes que protagonizan el libro son opuestas, pero sobrevivieron al genocidio. Unos después fueron exitosos, otros lograron simplemente mantenerse vivos, hecho que, tras haber sido acechados por la muerte, es igualmente un triunfo.
@erandicerbon