A pesar de que los miembros de la familia Romanov se movilizaron ante Máximo Gorki, amigo de Lenin, para que intercediera por la liberación del Gran Duque Nicolás Mikjailovich Romanov como historiador, y de que el mismo Lenin firmó su liberación, la madrugada del 28 de enero de 1919 fue asesinado por órdenes de Lenin bajo el argumento de que “La revolución no necesita historiadores”.
Con esto patentaba el sistema no solo su desprecio a la verdad sino también su falta de integridad tanto entre sus miembros como para el pueblo en cuyo nombre pretextaron hacer la revolución y gobernar tiránicamente desde entonces.
Mientras tanto en México, el gobierno federal “de derecha, católico, reaccionario, tecnócrata, proyanqui, neoliberal y neoporfirista”—siguiendo el rosario de adjetivos comunes que le endilga la “izquierda” en nuestro país—celebró públicamente y sin rubor este 18 de octubre el Centenario la Revolución rusa (que además ocurrió en noviembre) en el INHERM: institución regenteada como Ministerio de Propaganda goebbeliano por la tristemente célebre sobrina de Chuayffet,—quien lo organizó y fungió de moderadora—contando con la voz cantante del también soporífero Enrique Semo, quien entre las perlas de la noche afirmó que “la revolución rusa abrió el socialismo a los de abajo”.
En primer lugar cabría decir que el socialismo ni era privilegio “de los de arriba” y que ni “los de abajo” lo querían ni lo pidieron, que la “igualdad” en la opresión y en la miseria no se celebran, y que los sistemas políticos son solo instrumentos—no fines en sí mismos, como lo venden los demagogos—que de no cumplir sus objetivos (como pasó con la revolución rusa y la mexicana) son legítimamente desechables.
Que la revolución no necesita historiadores es algo que se comprende: del mismo modo que un fraude no admite a un contralor y que el fracaso no amerita celebraciones.
Lo absurdo es que se conmemore un sistema que en 100 años solo cosechó, además de fracaso, casi 200 millones de víctimas; y que quienes lo festejan serviles, como panegiristas “oficiales” (a sueldo) sacados del neolítico, solo hacen apología del crimen.