En todos los medios, dentro y fuera del país, el poblado de Tlahuelipan, Hidalgo adquirió notoriedad luego que una explosión proveniente de una toma clandestina de PEMEX cobrara nada menos que 90 muertos y más de 85 heridos con quemaduras de primer a tercer grado.
Las imágenes hablan por sí solas: solo un puñado de elementos pertenecientes al Ejército Mexicano fueron enviados al área, horas antes de que aconteciera la tragedia, para disuadir a 800 personas que robaban gasolina, pero no fueron reforzados por más elementos, además que recibieron la instrucción (desde arriba) de no imponer el orden y conformarse con “conminar” a que los infractores se retiraran y dejaran de robar combustible, en lo que se antoja como un “dejar hacer, dejar pasar” tan irresponsable como macabro.
En este caso, lo censurable en un principio radica en que no se siguieron los procedimientos básicos de Protección Civil ni con los protocolos de seguridad que en primer instancia corresponden a las autoridades locales inmediatas; aún y cuando los protocolos de PEMEX correspondería a la empresa paraestatal el apersonarse para atender las tomas clandestinas y las fugas, haciéndose acompañar por elementos de las Fuerzas Armadas para este caso (mismos que no rebasaron siquiera la cantidad de 21 soldados).
Al ser cuestionado ante la omisión tanto como lo que sucedió en consecuencia, el presidente se conformó con responder que “Eran muchos y se actuó con prudencia” indicó en una conferencia de prensa la tarde del sábado.
Con lo anterior queda claro que la orden para los militares era no confrontarse con los pobladores, según afirmara el secretario de Defensa Nacional Crescencio Sandoval, refiriendo que los militares fueron obligados a moverse porque los pobladores “se tornaron agresivos”.
Sin embargo, lo más grave en este caso es la falta de autoridad, o más aún; la ausencia de la misma estando presente —sea por dolo, complicidad u omisión— respecto a una tragedia que pudo haberse evitado cumpliendo simplemente con la Ley e imponiendo el Estado de Derecho a toda costa: algo que el actual gobierno federal al parecer pretende evitar salvo que se trate de ciudadanos promedio —a la hora de exigirles contribuciones o aumentarles impuestos— a quienes sí se obliga, en tanto a quien delinque o está fuera de la Ley —aún poniendo en riesgo su seguridad y su vida, tanto como la de otros— se le permite.