Si el virus avanza en olas, lo que vemos en el continente americano es un gran tsunami. Empezando por la cantidad de contagios y la cantidad de muertes en Estados Unidos que supera, por mucho, el número de casos registrados en el resto del mundo.
A su vez México, Ecuador y Brasil, en donde está por comenzar el invierno, alimentan la etapa más virulenta de la pandemia desde que se declaró formalmente la emergencia sanitaria. Ayer, la Organización Mundial de la Salud informó de 106 mil casos de covid-19 en las últimas 24 horas, la cifra más alta desde que inició el brote.
En esta parte del mundo no hemos llegado al fin del principio y ya se impone —a mi juicio, de forma prematura— la conversación sobre la reapertura. Nuestra impaciencia por recobrar algo de normalidad y por regresar al sistema que nos puso en esta circunstancia empuja con fuerza hacia el fin de las restricciones. No más confinamiento, no más distancia. Incluso hay personas quienes piden no más tapabocas como la forma más reciente e incomprensible de protesta social. No podría estar más en desacuerdo.
Es importante reiterar que cualquier avance registrado en las últimas semanas es resultado de las medidas de salud pública tomadas a principios de abril. Cualquier plan de reactivación que no contemple al menos algunas de esas medidas de forma permanente volverá a disparar la emergencia ante la falta de una vacuna y de un tratamiento efectivo contra la enfermedad. Este es el camino que nos propone la ciencia, pero no todas las respuestas pueden venir de ella.
Por eso es útil recordar el Decameron de Boccaccio y su llamado a la compasión y la empatía como respuesta a las frustraciones del encierro durante la peste negra en Europa. La invitación a tolerar lo que parece ambiguo y a responder con civilidad ante los inevitables desacuerdos que arroja esta circunstancia extraordinaria. La ciencia no puede determinar nuestras relaciones con los demás. No puede resolver por sí sola los retos de la desigualdad y la explotación.
@Enrique_Acevedo