El robo masivo, deleite de cínicos encumbrados; la tranquilidad perturbada por salteadores impunes y el desconsuelo del bolsillo maltratado no han derribado en la mayoría el orgullo de ser mexicano.
Ya sea por chauvinismo minimalista estilo Pacheco (“No amo a mi patria…pero (aunque suene mal) daría la vida por diez lugares suyos/cierta gente…”); o por exaltaciones guadalupanas (“No hizo cosa semejante con nación alguna”) o por su cocina de cien moles, todavía despierta fervor en millones el “México lindo y querido”.
En contraparte, se ha convertido en lugar común, en ciertos estómagos satisfechos, cuestionar la historia bronceada y de ella a “los héroes que nos dieron patria”, pues, ¿de qué serviría la posmodernidad tricolor si no para la aceda crítica de pacotilla?
De Hidalgo se critica su humano gusto por la uva y las carnes; de la independencia se cuestiona lo efímero de su conquista y, en fin, de aquel panteón libertador, grueso de mujeres y hombres de su tiempo, no se perdona la reescritura oficial que de ellos se hizo, como si además de jugarse la vida tuvieran que ocuparse de editar su biografía.
Pese al rigor escaso en casi toda historia de bronce, habría que ser sinceros: no tiene culpa Morelos de la violencia en Morelos; ni Hidalgo de la pobreza en Hidalgo; ni Quintana Roo de la deuda de Quintana Roo; ni Guerrero de la inseguridad en Guerrero. Ellos hicieron lo suyo, en su tiempo. Lo otro es de este tiempo.
Tiene nuestra historia muchas páginas en blanco. Ocuparse, montados en el lugar común, de limar el bronce de las estatuas, es tan ocioso como una revolución de ciento cuarenta caracteres que no arriesga su confort.
Si los Sigüenza, Alegre, Clavijero que abrevaron en las rebeldes aguas de los Suárez, Paine, Voltaire, fueron inspiración para los Hidalgo, Morelos, Ortiz y demás, tenemos para nuestros días, si la realidad no nos es suficiente, la incesante puya de Alexander von Humboldt: la desigualdad es la corona de la que nos debemos liberar.
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