Lo mejor de las fechas de fin de año es cuando se acaban. Esa es mi aportación a la propuesta “Di una verdad que nadie acepte”. Por fin se acabaron los motivos para el absurdo buenaondismo de temporada, la imperiosa necesidad de restregarse en el saludo y la inercia a poner cara angelical porque las noches son noches de paz.
Sin ánimo de aspirar al cargo de aguafiestas, pues para eso hay hordas grincheanas que se apuntan solas, suelo pensar que el cierre de ciclo anual es más una necesidad para renovar ánimos ante la vida matraca, sin demérito del sobado pretexto para vendernos cuanta mugre haya en el mercado.
Desde luego que como buen misántropo que soy, reniego de los eventos sociales (de estos y de cualquier otro tipo), pero apelando a mi estirpe de tragaldabas es bienvenida la ocasión para entrarle con fe a los manjares que se estilan. Total, algo bueno debe tener la idea de aspirar a la bondad al menos unos días al año.
Celebro que la época de buenaondez se acabe por la impostura que representa. Mejor la actitud honesta y hasta cínica, a la mustia hipocresía que a la menor provocación da puñalada trapera. Y no es que se prefiera malos por conocidos, pero al menos así uno sabe a qué le tira.
Pero por sobre todas las cosas, agradezco el final de los jolgorios decembrinos dada la excesiva actitud festiva que les acompaña, y con ella la insufrible costumbre de tronar cohetones a la menor provocación. Cualquiera con dos dedos de frente comprende el riesgo que ello implica. Pero aun así le hacen al tío Lolo.
Odioso por donde se le vea, prender la mecha a esas zarandajas además de alterar la santa calma reinante, le da en la suya al medio ambiente. Las imágenes atroces del 25 de diciembre y 1 de enero no dejan lugar a dudas. Como si amaneciera con neblina densa, pero con el pertinaz olor a quemado que pica en la nariz.
A la también perniciosa quemazón de llantas se le ha unido el imperio de la pólvora y sus instantáneos reflejos. Algo pasa en los seres mononeuronales que disfrutan como locos los zumbidos y las explosiones, en aras de una época en la que hay que asegurar que el motivo no se pierda.
Afortunadamente no hay mal que dure cien días y aunque ya vendrán más navidades, quizá el sentido común se apiade de las geografías tenochcas y traiga sosiego por la vía de unas autoridades competentes que pongan orden. Y de unos parroquianos que entretengan su ociosidad de forma menos abyecta.
Por lo pronto a disfrutar de un merecido orden de las cosas con menos poses, de aires que no sean apestosos y sí un poco más claros, y de amargueitors que pululen con el rostro henchido de felicidad hasta que otra vez se asome diciembre.