Cierro los ojos y aún puedo percibir los gritos eufóricos de gol en el graderío del TSM. Hacía mucho tiempo que la afición lagunera no estallaba con tonalidades de lava volcánica tras el gol de Djaniny Tavares.
Recuerdo perfecto cómo el de Cabo Verde no tuvo tiempo ni siquiera de celebrar. Desgarrado y con dolor, se retorció en el césped escondiendo su festejo, como apenado por haber derrocado al rey sin consentimiento alguno.
El resto de la historia la conocemos todos. Santos le pegaba a un desconocido Tigres atragantado de soberbia. Ambiguo y deprimente. Descafeinado y vacilante. Carente de todo aquello que torneos atrás lo habían convertido en casi leyenda.
Tigres murió de nada como el que se va sin despedirse, como el que abandona la fiesta con la cabeza gacha y entre las sombras de los arbustos. Pobre rico. Tal vez tanto elogio y mimo le ha hecho daño al niño.
Dura lección para un equipo que, aburguesado, supuso que con la ventaja de dos a cero, que con la camiseta, la nómina y las figuras, iban a derrotar al otro vecino del norte que con diez hombres, jugó como si tuviera trece en la cancha. Gallo Vázquez se multiplicó por dos, Lozano por tres e Izquierdos por cuatro en la zaga.
Y qué decir de Rayados de Monterrey. Tanto lujo para que le arruinen siempre el baile de gala en su hermosa, pero ausente y fría mansión.
Vaya golpe al futbol regio. La carne no llegó ni al asador. Por andar prendiendo el carbón antes de tiempo y por pensar en el episodio II de la final Tigres–Rayados, se quedaron sin más Liguilla, sin el Inge Rodríguez, sin el Turco Mohamed, con mucho enojo, con un estadio maldito y otro con aroma a decepción.
Siempre he aplaudido a Tigres y Rayados. Esta vez no lo merecen. Y tampoco es como que debamos lapidarlos.
Twitter@CARLOSLGUERRERO