Para Eusebio Ruvalcaba, amigo entrañable, por esos inolvidables y generosos brindis.
Nunca es una buena ocasión para que el mundo prescinda de un sabio. Pero si pienso en el caso de Tzvetan Todorov, su muerte llega en el peor momento: cuando muchas de las fuerzas irracionales y totalitarias contra las que él dirigió sus más profundas reflexiones ganan terreno en muchos países; cuando los desplazados (él se consideró siempre un desplazado, y sin duda lo fue) suman millones y exhiben toda su fragilidad ante los intolerantes y grotescos personajes que custodian celosamente sus fronteras; cuando los discursos populistas —esos “a los que les encanta trazar ante un pueblo vengador un personaje culpable de todos los males que nos afectan”— proliferan entre izquierdas y derechas de todas partes.
Al mundo le va a hacer falta la voz de este hombre que escribió, sobre todo y a su manera, una historia de la dignidad y la resistencia frente al mal, escogiendo siempre los personajes exactos que las han inspirado frente a tiranías de toda laya en el castigado siglo XX (que irremediablemente tiene muchas líneas de atroz continuidad en este).
Intelectualmente, Tzvetan Todorov abarcó diversas disciplinas y saberes, como la psicología y la teoría literaria (donde nos obsequió, por ejemplo, un penetrante estudio sobre el género fantástico, además de aportar inquietantes luces sobre los peligros que corre la literatura alejada del conocimiento humano, lo que fue su propósito medular). Pero estimo que sobre todo será recordado por su constante rescate de algunos de los más grandes héroes de nuestro tiempo: personajes como Vassily Grossman, Primo Levi y Nelson Mandela, aquellos que enfrentaron de distintas formas (muchas veces y para empezar, sobreviviéndolos) a los regímenes más abominables con su ejemplo de resistencia y temple moral. Al hacerlo, de paso señaló una y otra vez la desmemoria de una humanidad empecinada en repetir sus tragedias y horrores.
A este hombre, nacido en el régimen comunista de Bulgaria y que muy pronto consiguió emigrar a Francia, lo movilizó intelectualmente el surgimiento del totalitarismo, del que da una de las más lúcidas explicaciones que yo conozca: “La violencia como medio para imponer el bien no está intrínsecamente vinculada al cientificismo, puesto que existe desde tiempos inmemoriales. La Revolución francesa no necesitó una justificación cientificista para legitimar el terror. Sin embargo, a partir de cierto momento se operó la conjunción de varios elementos que hasta entonces subsistían por separado: el espíritu revolucionario que implicaba el recurso a la violencia; el sueño milenarista de edificar el paraíso terrenal aquí y ahora, y, por último, la doctrina cientificista que postula que el conocimiento integral de la especie humana está al alcance de la mano. Este momento corresponde a la partida de nacimiento de la ideología totalitaria”.
Esa es el acta de nacimiento del totalitarismo, efectivamente; su cuna fue ese deseo ferviente por cambiar las cosas validando cualquier medio para alcanzar fines justos: suprimiendo al individuo en aras del “beneficio común”, cancelando las libertades para privilegiar el desarrollo material “colectivo” y postergando los sueños para vivir pesadillas que se creían transitorias y necesarias. Todo, además, con un discurso que se presumía científico o cercano a verdades supremas (el materialismo histórico, en el caso comunista, o la supremacía racial en el caso nazi).
Como bien sabemos porque lo observamos en varias partes del mundo, la tentación totalitaria no es exclusiva de los regímenes comunistas o nazis: también las democracias liberales eventualmente han hecho suyos rasgos que parecen más propios de sociedades en la dictadura o la ausencia de derechos y libertades.
El examen de los que se atrevieron a decir “No” a los poderes omnímodos es la esencia más valiosa de la obra de Todorov. Con motivo de la aparición de su obra Insumisos (Galaxia Gutenberg, 2016) nuestro compañero Carlos Rubio Rossell tuvo oportunidad de entrevistarlo y preguntarle por la diferencia entre “insumiso” y “revolucionario”, a lo que el pensador respondió que esos términos “no son en absoluto equivalentes… Los insumisos son los individuos; los revolucionarios están comprometidos con una causa colectiva. Los insumisos combaten una injusticia, una opresión, pero no buscan promover la instauración de un nuevo orden, como el comunismo, el fascismo o una teocracia, como ocurrió en Rusia, en Italia o en Irán en el pasado reciente. Los insumisos no persiguen abatir a sus enemigos; no practican la confrontación violenta; ellos actúan esencialmente por medio de su ejemplo personal. En ese sentido, un término cercano al de insumiso es el de resistente, entendido desde un punto de vista amplio”.
Su lección es clara: no necesitamos más revolucionarios, ellos ya actuaron y fracasaron en muchos sentidos (si no es que en todos); necesitamos más insumisión, más soñadores, más héroes que abracen la esperanza con los pies en la tierra.