Mientras algunos vieron en la toma del Palacio de Invierno cómo las masas proletarias y campesinas —¡oh, sí, “las masas”!, toda una expresión para la historia universal de la propaganda— se cubrían de gloria para alcanzar un nuevo mundo, la poeta Marina Tsvietáieva volvía de Crimea a Moscú con hambre y miedo para encontrarse con un profundo caos, el desabasto, la especulación, el pillaje o directamente la rapiña; pero también el chantaje y el trato más humillante hacia los “burgueses” que, como ella, solo deseaban vivir en paz, que era ya imposible.
Muchas veces, sus Diarios de la Revolución de 1917 (Acantilado, 2015) se llenan de frases como esta: “El balance del día: dos cubos de patatas”. Así pasan sus días: ve cómo “el hombre nuevo” en ciernes pelea a diario con sus semejantes por unos gramos de harina o un jabón; observa las peores miserias humanas para encontrar un techo, un empleo o resolver cualquier cosa indispensable, y que solo los más ilusos creen pasajeras. En todas partes escucha: “El comunismo es maravilloso, los comunistas…nefastos”. Pero la poeta ve las cosas con otra perspectiva: “No, con la mano en el corazón, de los comunistas, yo, personalmente, hasta el día de hoy, no he visto maldad… y no los odio a ellos sino al comunismo”.
Cuando escribe esto, en 1919, todavía es muy pronto para hablar de maldad: le falta ver ésta, la verdadera, empezará a cobrar forma y millones de víctimas, incluida su familia y ella misma. Le falta aún vivir el exilio y el terrible regreso para ver cómo son apresados su marido (que terminaría siendo fusilado) y su hija Ariadna; le falta ver morir de hambre a su otra hija, Irina, y, en medio de esta devastación personal y el comienzo de la invasión nazi, decidir suicidarse en 1941. Le falta ver el horror con todo detalle, pero ya lo intuye: “Acaso existe actualmente en Rusia —Rózanov ha muerto— un observador y contemplador verdadero que pudiera escribir un libro verdadero sobre el hambre: el hombre que quiere comer – el hombre que quiere fumar, – el hombre con frío – sobre el hombre que tiene y no comparte, sobre el hombre que no tiene y comparte, sobre los antes generosos – ahora mezquinos, sobre los antes roñosos – ahora desprendidos y, finalmente, sobre mí: poeta y mujer, sola, sola, sola – como un roble – como un lobo – como Dios – en medio de tantas pestes en la Moscú del año 19.
“Yo lo escribiría – si no fuera por la voluta de romanticismo que hay en mí – por mi miopía – por mi peculiar modo de ser, que a veces me impide ver las cosas como son”.
Dada la inmensa carga de su tragedia, uno estaría tentado a pensar que el caso de Marina Tsvietáieva es único. Y lo es, como es obvio, en lo que respecta a su persona, pero lamentablemente su desgracia fue la misma que compartieron muchos otros artistas e intelectuales durante los años que siguieron a la Revolución rusa. Como Osip Mandelstam, quien murió en un campo de concentración de Siberia, pero por lo por lo visto nunca perdió el humor, primero y último rasgo del verdadero talento: “En ninguna parte del mundo aman tanto la poesía como en Rusia: ¡Hasta fusilan por un poema!”
Increíblemente, incluso los artistas y literatos más entusiastas con la llegada de los bolcheviques al poder, se convirtieron muy pronto en blanco del poder totalitario que se iba constituyendo a partir de la supresión de las libertades democráticas.
Tzvetan Todorov, uno de los gigantes del pensamiento contemporáneo, fallecido este mismo año, nos dejó una obra póstuma esencial para comprender el terror (y también servilismo) en el que quedó atrapada la intelligentsia rusa a partir de la revolución: El triunfo del artista. La revolución y los artistas rusos: 1917-1941 (Galaxia Gutenberg, 2017). Se ocupa allí de diversos casos que no tenemos forma de resumir aquí (Blok, Shostakovich, Bábel Y el citado Mandelstam, entre otros), pero que ejemplifican la instauración de un régimen que, extrañamente, todavía hoy es celebrado desde la ignorancia o la más grotesca inocencia.
Titulé Este y mi anterior artículo jugando con la idea de que vale la pena leer algunos libros para desistir de “hacer la revolución”. Alguien diría que no es necesario, que los tiempos han cambiado y que nuestras izquierdas de hoy son otras, incluso modernas y democráticas. Desde luego, no dudo que las haya, pero es claro que todavía existen muchas otras izquierdas que de un modo u otro reivindica valores utópicos y prácticos como los que abrazaron los bolcheviques.
Es por eso que Todorov sintió la necesidad de escribir El triunfo del artista, porque vio con claridad que no basta con “la condena moral” del comunismo, como doctrina y régimen, sino que es necesario comprender más a fondo su naturaleza para aprender cabalmente todas sus lecciones históricas y rechazar de una vez por todas la violencia revolucionaria, los nacionalismos, la irracionalidad política y el desprecio por la democracia con que tanto juguetea una parte (importante) de la izquierda en el mundo.